Hernán Casciari

De joven fui compositor de currículum
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El pibe que arruinaba las fotos

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Durante los felices años en que muy pocos teníamos una PC y una impresora, siempre llegaban a casa amistades sin trabajo con un lastimoso pedido de auxilio: “¿No me hacés un currículum, vos que tenés computadora?”. A mí me fascinaba hacer estos favores porque nunca, ni siquiera en Orsai, tuve la oportunidad de mentir con tanta soltura y sangre fría como en las épocas en que mi oficio era el de componer, con pasión y paciencia, la vida de otras personas.

En los ajetreados ’90, un compositor de currículum sólo aceptaba pedidos de dos clases de clientes: amigos varones íntimos muy arraigados, por obligación moral; o chicas tetonas, por intereses filosóficos.

Jamás debía brindarse este servicio, al menos de forma gratuita, a varones conocidos del barrio, ni a parientes en primer grado, ni a señoritas feas, ni a señoritas tetonas pero comprometidas con amigo varón íntimo muy arraigado. Ésta era la regla número uno. La regla número dos: usar siempre letra garamond, que es muy vistosa.

Por lo general, la tarea resultaba agotadora y nos llevaba toda la tarde. La primera hora de trabajo debíamos abocarla a encontrar en el teclado la letra æ, para escribir ala palabra ‘vitaæ’ como dios manda y, eventualmente, sorprender a la clientela con nuestros conocimientos sobre código ascii. La segunda hora era puramente indagatoria:

—¿Trabajaste alguna vez, Estelita?

—No.

—¿Y entonces qué querés que ponga en el currículum?

—Poné algo, lo que se te ocurra.

Una vez que el cliente nos daba luz verde para mentir, la elaboración del currículum dejaba de ser un trabajo para convertirse en un placer. El amigo o la tetona ya no eran, a ojos del compositor, seres tangibles; se transformaban en personajes de ficción a los que había que dotar de un pasado.

Comenzaba entonces una sutil tarea psicológica en la que debíamos proveer al desocupado de una memoria laboral creíble (no tanto para su futuro empleador, sino para él mismo):

—¿Y esa vez que ayudaste a tu mamá en la mudanza cuando se separó de tu viejo?

—¿Eso es un trabajo?

—Claro, Estelita: «transportista de bienes muebles».

—Ay, Hernán, sos un amor.

—Es lo que tengo.

Indagando y rebuscando en el pasado del cliente, al cabo de hora y media lográbamos dos objetivos fundamentales: llenar dos páginas con mentiras piadosas y que Estelita nos empezara a ver de otra forma: con la inconfundible mirada de admiración que sólo irradian las tetonas sin trabajo estable.

Un compositor de curriculum serio sabía muy bien que no hay en el mundo ser más desprotegido ni más necesitado de amor que una señorita que no llega a fin de mes. Por eso había que lograr que se sintiera cómoda, sentadita a nuestra derecha, mirando embobada un monitor en el que nosotros tecleábamos, con destreza, la esperanza de un futuro mejor.

Si el cliente no era una chica tetona sino un amigo íntimo no hacían falta estas florituras, ni mucho menos sentar al amigo cerca, ni alardear de conocimientos dactilográficos. Lo mejor era poner al amigo a escuchar discos de Led Zeppelin en la otra punta de la habitación y llamarlo al rato, cuando todo estuviera impreso y engrampado.

Incluso, muchas veces resultaba menos trabajoso darle al amigo, directamente, un empleo en nuestra propia oficina. Lo habitual era ponerlo a hacer fotocopias o mandarlo a los bancos por la mañana.

Estos favores directos (dar empleo) eran sólo para los amigos varones: jamás debía emplearse a una vecina o una chica faldicorta, puesto que las mujeres resultan mucho más agradecidas cuando les solucionamos una urgencia temporal que cuando les resolvemos la vida.

Había una cercanía muy erótica en las chicas que se sentaban detrás de uno a ver de qué forma escribíamos falsedades sobre sus masters en economía. Quizá fuese el aliento cercano, los roces sutiles al pasar el mate lavado o la fascinación que les producía saber que, sin esfuerzo y en diez segundos, habían aprendido inglés a nivel conversación.

Sea por lo que fuere, lo cierto es que se ponían paulatinamente mimosas, y comenzaban a acariciarnos el pelo más o menos por la página cuatro.

En lo personal, la composición de currículum femeninos llenaba mis dos únicos intereses vitales: escribir mentiras en un papel y tener tetonas en un cuarto sin ventanas. A la vez, me ejercitaba en la acrobática tarea de narrar y excitar señoritas al mismo tiempo, que es un recurso fundamental para convertirse en un escritor de moda.

La llegada del ADSL y la proliferación de los ordenadores personales en casi todos los hogares de clase media, ha provocado que en la actualidad casi todo el mundo —incluida la mujer ingenua— esté aprendiendo a redactar sus currículum sin la ayuda de compositores expertos. Esto, que a primera vista parece agradar a las feministas y a los fabricantes de la empresa Compaq, le hace un daño irreparable al amor.

Los jóvenes de hoy no sabrán nunca —ay, cúanto lo lamento— lo que sentíamos en las entrañas cuando Estelita hojeaba su flamante currículum recién salido de la impresora, y lo palpaba sólido y justificado, lleno de frases falsas y fechas inauditas, sabiéndolo suyo para siempre, imaginándolo ya anillado y dentro de un sobre color madera, de camino al buzón de la esquina.

Estelita nos miraba entonces con la boca entreabierta sin saber de qué modo agradecer el tiempo invertido en ella, mientras en nuestra habitación comenzaba a oscurecer porque ya era tarde, y el protector de pantalla de la PC se llenaba de fugaces estrellas de colores, y sobrevolaba en el ambiente ese silencio sensual que precede a la paga en especies que las tetonas solían brindarnos, a veces, a cambio de nuestros favores desinteresados.

Hernán Casciari