Hernán Casciari

El beso
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Pausa

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Esta historia ocurrió en los tiempos en que el ejér­cito de Napoleón ocupó España, y como había mu­chísimos soldados franceses acampando en las plazas y en las calles, los invasores tuvieron que ocupar va­rios edificios, entre ellos los conventos y las iglesias de la ciudad conquistada. 

Una de esas noches llegaron unos cien soldados franceses más, exhaustos y con ganas de descansar. Al mando de la tropa venía un capitán joven. Cuando llegaron a la plaza principal, un oficial fue a recibir­los, y lo primero que el capitán le preguntó fue dónde iban a dormir. 

El oficial le dijo que la ciudad estaba atiborrada de soldados, y que el único lugar disponible para pasar la noche era una iglesia —un poco venida abajo— en las afueras de la ciudad. 

El capitán puso sus reparos, pero el oficial lo con­venció de que ahí iban a dormir lo más bien y que incluso una parte de la iglesia estaba prácticamente libre para meter los caballos. Como no había más al­ternativa, el capitán y su tropa avanzaron por las ca­llecitas oscuras de la ciudad y llegaron hasta la iglesia, a la que encontraron completamente desmantelada.

Los soldados bajaron de sus caballos y el capitán recorrió el lugar con un farol en la mano. Lo único que se destacaba en el edificio ruinoso, observó, eran unas estatuas de mármol blanco (que parecían fantas­mas) sobre los mausoleos de los muertos enterrados en el templo. 

La jornada había sido larga, habían recorrido ca­torce leguas a caballo y como el cansancio era más fuerte que la precariedad del lugar al rato se dejaron de escuchar las protestas de los soldados y, poco a poco, el silencio se fue apoderando del cuartel im­provisado. 

Al día siguiente el capitán volvió a la plaza princi­pal, donde lo esperaban algunos compañeros de pro­moción. Charlaron amigablemente y cuando sus co­legas le preguntaron cómo había pasado la noche en la vieja iglesia al capitán le cambió la cara. «Me costó dormir», les dijo, «pero por suerte el insomnio es más llevadero al lado de una mujer hermosa». 

Los oficiales lo miraron raro. ¿Era posible que en la primera noche en la ciudad ya hubiera tenido una aventura amorosa? Le pidieron detalles, entonces el capitán les dijo que había pasado toda la noche al lado de una mujer bellísima. Por un momento, les confesó, había pensado que era una alucinación pro­ducida por el cansancio, pero no, ella estaba ahí, her­mosa y serena. Al final dijo, pícaro: «Es una estatua de mármol sobre una tumba, la réplica de una mujer que descansa allí», y sus colegas franceses estallaron en una carcajada. «Pero está tan bien hecha que pare­ce viva», les aseguró. 

«Si es tan hermosa nos gustaría conocerla», dijo uno de ellos. 

«Está complicado», dijo el capitán, «porque a su lado hay una tumba con otra estatua de mármol, la de un guerrero arrodillado que parece estar tan vivo como ella, y que debe ser su esposo. Supongo que a él no le va a gustar que se la presente, pero qué nos va a decir si total la ciudad ahora es nuestra, ¿no?». 

Los soldados volvieron a reír y quedaron en verse esa noche en el templo. Cuando llegó la hora el capi­tán los recibió en la puerta de la iglesia. Como estaba muy oscuro mandó a uno de sus asistentes a hacer una fogata con lo que encontrara, y todos se sentaron a tomar vino al lado del fuego. Cuando estaban lo suficientemente borrachos se pararon todos frente a la estatua de la mujer, y entre chistes y reverencias el capitán les dijo: «Mírenla bien, debe haber sido de las más hermosas de su tiempo». 

La fiesta siguió cada vez más descontrolada. Los oficiales abrían una botella tras otra y después, al va­ciarlas, las reventaban contra las paredes del templo. Hasta que en un momento el capitán alzó su copa frente a la estatua del guerrero y brindó por Napo­león, que le había permitido venir a Toledo a conocer a su esposa. Se llevó vino a la boca y le escupió la cara a la estatua del guerrero. 

Mientras sus amigos se alejaban hacia la salida en­tre risas, cada vez más borrachos, el capitán regresó tambaleante hasta la estatua de la mujer y le susurró al oído: «Solo un beso puede calmar lo que siento». Y cuando estaba a punto de besarla, el capitán gritó de dolor. 

Los oficiales frenaron en seco y giraron para ver qué había pasado. Vieron al capitán desplomado a los pies de la estatua de la mujer, con el cráneo destro­zado. Ninguno atinó a socorrerlo. Pero en la penum­bra del templo todos pudieron ver que el brazo del guerrero, con su guante apretado de piedra, se había movido, levemente, de su posición original.

Gustavo Adolfo Bécquer
Una adaptación de Hernán Casciari