Hernán Casciari

El collar de diamantes
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Pausa

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100 covers de cuentos clásicos

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La historia trata de un matrimonio pobre, Matilde y Antonio. Él era empleado en un taller mecánico y ella leía revistas de alta sociedad y soñaba con los famosos y el glamour. 

Una noche Antonio llegó del trabajo contento. Gracias a un favor que le había hecho a un piloto de turismo carretera, había conseguido dos invitaciones a una fiesta privada en la que iban a estar actores, mo­delos y la gente más importante de la ciudad. Antonio pensaba que su esposa iba a saltar de felicidad, pero ella dejó la invitación sobre la mesa, desganada. «¿A qué fiesta elegante querés que vaya yo, si ni siquiera tengo un vestido decente para ponerme?». Antonio, que nunca se daba por vencido, le dijo que se com­prara el vestido que quisiera. «Me compro el vestido y ¿qué?», dijo Matilde. «Si tampoco tengo una alhaja para ponerme». Entonces Antonio nombró a Móni­ca, la amiga millonaria de su esposa. «Seguro que ella tiene una alhaja para prestarte. Si se la pedís no va a decirte que no». 

Al otro día Matilde fue a ver a su amiga de la in­fancia. Hacía tiempo que no iba a verla: habían he­cho primaria y secundaria juntas, pero la diferencia de estatus le hacía mal. Mónica no solo se alegró de verla, sino que abrió su alhajero, sacó un collar de diamantes increíble y le dijo: «Este, querida, es el co­llar perfecto para esa fiesta». A Matilde se le aceleró el corazón cuando se vio en el espejo con el collar. 

Cuando llegó el día de la fiesta, Matilde y Anto­nio bailaron toda la noche y rieron y bebieron como si pertenecieran a ese mundo. Pero cuando la fiesta terminó, volvieron a su casa en colectivo, muertos de frío y sin glamour, porque los taxis no querían ir a esos barrios de noche. 

Matilde entró a su habitación y cuando se desplo­mó en la cama se dio cuenta de que no tenía puesto el collar. Creyó que se moría. Empezaron con Antonio a buscar entre la ropa y en los pliegues del abrigo. Nada. Se calzaron y fueron hasta la parada del colec­tivo, apuntando el piso con la linterna del celular, y nada. ¡Nada! 

Al día siguiente preguntaron en el salón de fiestas. No había rastros del collar. Recorrieron mil joyerías hasta que encontraron un collar idéntico al extra­viado y tomaron la decisión de sacar un crédito en el banco para comprar la joya. El collar costaba 92 veces el sueldo completo de Antonio en el taller. Sa­bían que se estaban hundiendo en la miseria, pero eran honestos. Al día siguiente Matilde le devolvió a Mónica el collar de diamantes, y la amiga rica nunca supo que no era el suyo. 

A la semana, Matilde y Antonio se mudaron a un departamento más chico y vendieron los muebles que sobraban. Matilde conoció los trabajos más misera­bles y espantosos, mientras Antonio se desdoblaba entre el taller mecánico y en un reparto de fideos se­cos que le había conseguido un amigo. Nunca tuvie­ron vacaciones. Ni plata para el dentista. Tampoco tuvieron hijos, ni mascotas, ni nada que hubiera que alimentar. 

Tardaron nueve años y tres meses en saldar el to­tal de la deuda, pero Matilde había envejecido como si hubieran pasado veinte años. A veces pensaba en aquella fiesta ridícula, y se preguntaba cómo hubiera sido su vida de no haber perdido ese maldito collar.

Un domingo se cruzó con Mónica, después de tanto tiempo, en la fila de un supermercado. Mónica estaba hermosa, como siempre. La otra, en cambio, parecía la madre. Una madre canosa y encorvada. Como Matilde había cambiado su forma de hablar tras la pérdida de los dientes, Mónica tardó en re­conocerla. Cuando supo que era ella, le preguntó si estaba enferma. «No, enferma no», le dijo Matilde. «Pasé muchas miserias, eso sí… Y vos tenés un poco que ver». Mónica achicó los ojos, con gesto de no entender.

«¿Te acordás del collar que me prestaste hace mu­cho?», le dijo. «Bueno, esa noche lo perdí. Y al otro día te devolví otro, parecido. Vos nunca te diste cuen­ta, pero Antonio y yo tuvimos que sacrificar mucho, mucho para poder pagarlo». 

Por primera vez Matilde no sentía vergüenza de sí misma; sonreía orgullosa de su honestidad. 

Entonces Mónica le dijo: «Querida, el collar que te presté no era original, era de piedras falsas… ¡No te hubieras molestado, corazón!». Matilde se quedó dura; los ojos vacíos. Enseguida la cajera llamó a Mónica, que estaba primera en la fila, pero ella le sonrió a su amiga y le dijo: «Mejor pasá vos primero, mi amor, que tenés poquitas cosas. Yo estoy con el changuito lleno».

Guy de Maupassant
Una adaptación de Hernán Casciari