Hernán Casciari

El espejo
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Pausa

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Nunca me pasaron cosas raras. Me refiero a histo­rias de fantasmas o de gente que tiene premoniciones. Nunca, o casi nunca, viví esa clase de experiencias, a no ser por esa vez. Fue una sola vez, pero me marcó para siempre. 

Terminé el secundario en 1960, justo cuando los movimientos estudiantiles estaban en auge. Fui hi­ppie, me negué a ir a la universidad, y empecé a pasar los días deambulando por Japón, haciendo changas y trabajos manuales, convencido de que los oficios eran la forma de vida más honrada. 

Y uno de los trabajos que tuve fue como guardia nocturno en una secundaria. La tarea era fácil. De día dormía en la oficina del conserje y de noche tenía que dar dos vueltas enteras a la escuela. El resto del tiempo escuchaba discos en la sala de música, leía en la biblioteca y jugaba básquet solo en el gimnasio.

¿Tenía miedo? Para nada. A los diecinueve años sos invencible. 

La cuestión es que todos los días cumplía con mi rutina. La primera vuelta era a las nueve de la noche y la segunda a las tres de la mañana. Llevaba una lin­terna en una mano y un bate de béisbol en la otra. Había practicado béisbol en el colegio, así que me sentía confiado de poder usarlo como defensa perso­nal. Mi seguridad venía de mi juventud —ahora sal­dría corriendo ante cualquier ruido— pero también del lugar: en ese colegio nunca pasaba nada. 

Hasta que llegó esa noche de octubre. Hacía calor y corría un viento fuerte, tanto que la reja de la pileta, que no tenía traba, se abría y se cerraba todo el tiempo. 

En la primera recorrida, la de las nueve, no hubo novedades. Pero en la segunda pasó algo. El viento soplaba más fuerte y más húmedo que antes, la reja de la pileta se estampaba con violencia una y otra vez, y yo me sentía más cansado que lo normal. Igual salí con mi linterna y mi bate de béisbol, y empecé la ronda. Pasé por cada ambiente, donde todo parecía en orden, y dejé para lo último el cuarto de la caldera, junto a la cafetería, en el lado opuesto a donde estaba mi habitación de conserje. 

Llegar hasta ahí suponía atravesar un pasillo largo y oscuro, que no tenía ni siquiera luz de luna porque se venía una tormenta tremenda —eso parecía— y el cielo estaba cubierto de nubes. 

Fui para allá. Mientras avanzaba sentía mis zapati­llas rechinar contra el piso. Hasta que justo a la altura de la puerta de entrada a la escuela —que quedaba en la mitad del pasillo— pensé «¿qué carajo es eso?», o sea: creí ver algo en la oscuridad. 

Empecé a transpirar. Agarré fuerte mi bate y apun­té mi linterna hacia la repisa donde se guardan los zapatos. 

Ahí estaba yo. Mi cuerpo completo se reflejaba en un espejo. Lo raro es que ese espejo no había estado la noche anterior, debían haberlo puesto en las últi­mas horas. En cualquier caso, suspiré con alivio, dejé mi linterna, saqué un cigarrillo y lo prendí. Miré mi reflejo mientras aspiraba el humo. La luz de la calle llegaba a través de una ventana y alumbraba el espejo; atrás mío la reja se seguía sacudiendo. 

Hasta que después de unas cuantas pitadas empecé a notar algo raro. Mi reflejo no era yo. O sea: se veía exactamente como yo, pero no era yo; era un yo que nunca debió de haber existido. Un yo que me detes­taba. Que sentía la clase de odio que nunca se olvida. 

Me quedé atontado. Mi cigarrillo se resbaló de mis dedos y cayó al piso. El cigarrillo del espejo cayó al piso también. Nos quedamos parados, inmóvi­les, mirándonos el uno al otro. Hasta que su mano se movió: se tocaba la barbilla lentamente con las puntas de los dedos. Después me di cuenta de que yo estaba haciendo lo mismo. Como si yo fuera el reflejo de lo que estaba en el espejo y él estuviera tratando de controlarme. 

Sentí que me ahogaba. Pero me armé de valor, sol­té un grito, tomé mi bate de béisbol y partí el espejo en mil pedazos. Después corrí hasta mi cuarto de la escuela, trabé la puerta y me metí debajo de las sá­banas. El viento siguió soplando y la reja continuó haciendo ruido, pero así y todo me pude dormir. 

Hasta que a la mañana, muy temprano, protegido por la luz del día, me levanté para limpiar el lío que había dejado, antes de que viniera alguien. 

Para mi sorpresa, solo vi mi cigarrillo consumido en el piso. No había ningún espejo. Ni roto ni en pie. No había nada.

Haruki Murakami
Una adaptación de Hernán Casciari