Hernán Casciari

El hombre que sueña con todo lo malo
10m

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Charlas con mi hemisferio derecho

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En un comentario reciente, una lectora me recordó las épocas en que escribía, en un periódico de Mercedes, entrevistas a personajes inexistentes (por supuesto sin decir que eran cuentos camuflados). Siempre pensé que los habitantes de las ciudades pequeñas, tan poco lectores pero a la vez tan amigos de propagar historias, pueden engancharse con gusto a la ficción literaria de una sola manera: creyendo que el cuento que se les cuenta es real como la vida misma.

Hace una década los mercedinos leían con agrado historias como la que rescato hoy. Y luego hablaban de ello sin saber que estaban haciendo crítica literaria.

Entrevista a Jesús Machado, vidente
Semanario Protagonistas, lunes 1º de abril de 1996

Desde Nostradamus hasta la fecha, son conocidas las historias de personas que se jactan de ver el futuro. En los sueños, en las cartas, en los astros o en la borra del café, siempre ha habido y habrá gente que cuelga en algún lado el cartelito de vidente. Lo que no hay mucho son personas que traten de ocultarlo, o que no lucren con ese don.

En Tomás Jofré, un pueblo rural del Partido de Mercedes que no ha de tener más de doscientos habitantes, hay un hombre que carga con la cruz de ver hacia adelante. Y todos le creen, más que nada porque no mueve un dedo por hacer alarde de su oficio.

Carlos de Jesús Machado tiene 65 años, la primaria por la mitad y un sobrenombre, el Chacho, por el que lo conoce todo el mundo en Jofré. Vive en una casita humilde, junto a un hijo ya grande y un perro negro: el Abrám. La que fue su mujer lo abandonó hace unos años, un poco porque ya no lo quería, y otro porque el Chacho le daba miedo.

Y es que este hombre —con cara de bueno y un sombrero negro que pocas veces se quita— ve, a través de sus sueños, todo lo malo que ocurre a su alrededor. Supo que su propia madre iba a morir, supo que su mujer se iría para siempre y que a una hijita de meses se la llevaría la fiebre, siempre con dos o tres días de anticipación.

—Lo que más admiro de mí mismo es que nunca se me haya dado por la bebida —dice—. Hay tanto borracho sin una excusa decente, y yo, que tengo el mejor motivo para andar noche y día en curda, no va que he salido abstemio.

En su casa hay un televisor blanco y negro, muchas fotos de amigos muertos, y un cuaderno donde anota, desde hace años, cada uno de sus sueños. (Va tachando los que se cumplen con un marcador rojo.) Cuando se le hace una pregunta te mira a los ojos, como si quisiera ver más adentro, y si por fin se decide a responder, después de pensar mucho, y en silencio, lo hace con la voz desganada de los que ya no tienen mucho más para contar.

—¿Qué se siente saber cosas de antemano, Chacho?

—Bronca, primero que todo. Porque hasta el día de hoy no he podido ver nada bueno. O sea que cuando abro el diario, o cuando me vienen con una noticia que ya soñé, siempre lo que pasa es que se confirma una desgracia. Y no es bueno certificar esas cosas, como quien dice. Hasta no hace muchos años, me daba un poco de miedo meterme en la cama, a la noche. De chico estaba creído de que si no soñaba, no iba a pasar nada malo. Me costó mucho entender que las desgracias del mundo no son culpa mía.

—¿Alguna vez lo vio un psicólogo?

—Les descreo a los psicólogos. Son gente muy simple. Ellos creen que la culpa de todo la tiene la madre de uno, y mi madre era una santa. Yo no voy a ir a pagarle a un tipo, por más instruido que sea, para que me hable pestes de Luisa Machado, que en paz descanse. Mire: le cuento un sueño que tuve hace diez años, y solito se va a dar cuenta usted qué se siente saber cosas de antemano. Soñé que mi madre estaba haciendo un pozo en la tierra, abajo de la lluvia, en el fondo de la casa. Salí afuera y le dije que yo la ayudaba, que me dejara a mí. Y ella me dijo «pero si no es para vos, Chacho, ya harás tu pozo». Cuando me desperté, lloré también antes de tiempo, pero no le dije nada. A los dos días se murió nomás. Cuando la enterramos, pregúntele a cualquiera, llovió como nunca en años.

—¿Se acuerda de la primera premonición?

—Se conoce que la cabeza me ha mandado mensajes siempre. Incluso desde mucho antes que yo mismo lo supiera. Le puedo contar la primera visión que relacioné con algo que luego ocurrió. Yo ya era mozo; estaba haciendo la conscripción aquí, en el Regimiento Seis. Soñé que mis superiores me obligaban a ponerme un traje de fajina negro, porque había que ir a una fiesta elegante. Me llevaban a la fiesta, y en medio de una habitación muy grande, hasta la manija de gente, había dos soldaditos muertos. Uno con un balazo en la cabeza, el otro no. A la semana a un compañero se le escapó un tiro mientras limpiaba el arma. Y esa noche, después del revuelo que nos causó esa muerte, otro conscripto —este sí muy amigo mío— falleció por una hepatitis… Esa fue la primera visión que relacioné con la realidad, y le juro que no me gustó nada.

—¿Pudo evitar alguna desgracia, gracias a estos poderes?

—Primero, no son poderes. Poder tiene Supermán y Menem, y yo ni vuelo ni hambreo al pueblo, que quede claro. Para mí esto es una cruz. Le llamaría poder si en vez de soñar con muertes y con desgracias, soñara las tres cifras de la lotería, pero ya ve que no. Y yendo a su pregunta, nunca pude deshacer el destino. Una vez sola lo intenté, y me dieron una lección que no me olvido más. ¿Le cuento o ya tiene bastante?

—Por favor.

—Yo era joven. Recién casado. El hombre que había elegido para padrino de mi primer hijo, Ramón Ludueña, era mi compadre y mi amigo. Durante una siesta, en esta misma cama que usted ve acá, soñé que se mataba en un auto. Al otro día vino y me dijo que lo habían invitado a correr regularidad en Mar del Plata, el domingo siguiente, y yo supe que ese iba a ser el día. No le dije nada sobre la visión, pero decidí bautizar a mi hijo una semana antes, para que no pudiera correr esa carrera. Ramón, como cualquier amigo haría en su lugar, pospuso el viaje y se quedó para el bautismo. Después de la fiesta, volviendo a su casa, patinó en la ruta 41 y se desnucó. Más tarde me enteré que la carrera de Mar del Plata se había suspendido por niebla. Luego de eso aprendí a aceptar las cosas como son.

—Hace un momento dijo «me dieron una lección». ¿Quiénes?

—Los que manejan la historia, los que deciden estas cosas. Las personas que se meten en mi cabeza cuando duermo y discuten en voz alta lo que van a hacer con nosotros.

—¿Dios?

—Dios debe ser uno de esos, pero hay más gente. Me parece incluso que Dios no corta ni pincha, en esas conversaciones. A Dios solamente le queda el cargo.

—¿Y qué cargo tiene?

—Cargo de conciencia, tendría que tener.

—¿Alguna vez se puso a pensar por qué justo le tocó a usted, esto de soñar lo malo?

—Antes era muy de preguntarme esas cosas. Ahora no, ahora trato de no pensar más en nada. Pero cuando pensaba, había llegado a una conclusión que no sé si es buena, pero que me sirvió para dejarme tranquilo. Yo decía que todos los seres humanos, cuando se van a dormir, sueñan con lo que va a pasar. Pero que la relación con la realidad se les desvanece con el día. Yo pensaba que no era extraño lo que me pasaba, que solamente era muy memorioso. He tenido sueños tan agarrado de los pelos, que me costó mucho descubrirles el sentido.

—Mucha gente dice que cuando soñó el presagio de lo que ocurriría en la AMIA, pensó que se le iba a morir el perro. ¿Por qué?

—Porque cuando sueño masacres las imágenes no son nítidas, son cosas que hay que interpretar. Dos días antes del atentado, soñé que un hombre de barba, acá en Jofré, andaba en una camioneta blanca levantando todos los perros del pueblo, porque estaban rabiosos. No sé si él decía, o alguien me contaba en el sueño, que tenía que encontrar seiscientos. En un momento le faltaba nomás que uno, y yo sabía que era el cuzquito mío, y lo quería esconder. Pero se me escapó y el hombre de barba lo metió en su camioneta. Y después se fue a la plaza y los prendió fuego, a todos los perros del pueblo. Me despertaron los aullidos de los perros quemados. Cuando me levanté, le dije a mi hijo: «Preparáte, porque se nos muere el Abrám». Le decimos Abrám por Abrám Lincoln, ¿ve que es todo negrito? Bueno. Y el perro acá está, más vivo que nosotros. Pero a los dos días voló la AMIA.

—Camioneta blanca, Abraham… ¿Esas fueron las alegorías?

—Esas son algunas. Pero hay dos que me dejaron helado: yo soñé con seiscientos perros rabiosos, señor. Y el atentado ocurrió en la calle Pasteur al 600… Yo siempre digo que al que voló la AMIA le conozco la cara: es un tipo gordo, con barba, de más de cuarenta años, y algo más: es argentino, no de ningún país de Asia, como dicen por ahí.

—¿Alguna vez soñó algo bueno, Machado?

—Una vez, casi. Soñé que sobrevolaba un cementerio y que quería leer los nombres en las tumbas. En una de esas leo «Carlos Menem». Cuando me desperté, estaba tan contento de que se muriera el hijo de puta que no podía ni tomar el mate.

—Sin embargo sigue vivo.

—Fue el hijo, Carlitos, el que se mató al otro día. Una pena que no fuera el padre.

—¿Supone que va a soñar su propia muerte, cuando le toque?

—Ya le he dicho que sueño únicamente desgracias. Y yo creo que morirme será lo mejor que me va a pasar en la vida. Le regalo, yo a usted, una vida como la que tengo, en donde ni en sueño puedo descansar de tanta porquería. La mayoría de los cristianos tienen una vida de perros, pero cuantimás pueden darse el lujo, una vez por día, de cerrar los ojos y pegarse una cabezadita. ¿Se imagina todo esta miseria humana, pero sin descanso? La muerte mía va a ser una siesta santiagueña; voy a disfrutar del sueño por todo lo que no pude en vida. Y eso es todo lo contrario a una mala noticia. Cuando yo me muera, ya le he dicho a mi hijo, quiero que en el epitafio pongan «acá está el Chacho Machado, el que recién ahora puede pegar un ojo. Que nadie haga ruido».

Hernán Casciari