Hernán Casciari

El justiciero
2m

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Seis meses haciéndome el loco

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Aquí dentro, en el hospital, vienen doctores, enfermeras y enfermitos; los martes y los jueves también hay visitas de madres, amigos, hermanos y hermanas; los sábados casi siempre llegan fontaneros, lampistas y albañiles. Pero solo una vez cada año, y sin decir nunca cuándo, aparece el Justiciero.

El Justiciero es don Gaspar M. H., el dueño del hospital, un señor gordo encerrado dentro de un traje que cualquier día explota y nos asesina a todos de una ráfaga de botones azules. 

Cuando llega, don Gaspar imparte justicia con el dedo índice (aunque en realidad es un dedo gordo), mientras todos los doctorcitos y las enfermeras le caminan detrás haciendo que sí con la cabeza. 

—Voltead esta puerta y poned un tabique — dice don Gaspar—. Cortad esas matas, que esto no es un puto jardín botánico. Limpiadle los mocos a este, y después lo encerráis dos días en el búnker. ¿Quién coño os ha dicho que pintéis este muro de colores alegres? Lo quiero ver otra vez gris en la próxima visita. 

De tanto hacer que sí con la cabeza, los doctores y las enfermeras se tiene que hacer masajes mutuos por la tarde, para que se les quite la tortícolis y el peloteo. 

Cuando llega don Gaspar, a todos los enfermitos nos ponen en el baño y nos acicalan con una manguera. Nos peinan con gel, nos dan un segundo baño de perfume y nos obligan a ponernos los zapatos nuevos. Después, nos ponen en fila india, como si estuviésemos en la mili. 

Antes de irse, don Gaspar se acerca a nosotros y nos recorre con la mirada. Siempre estamos temblando de miedo o emoción, porque don Gaspar es el único que puede chasquear los dedos y hacernos salir de aquí. Siempre, cuando llega el Justiciero, uno de nosotros se va a la calle. 

Don Gaspar nos hace preguntas aleatorias: 

—¿Dos por nueve? —le pregunta a Santiago Parrilla. 

—¡Revolución! —dice mi amigo, y se pierde el alta. 

—¿La capital de Italia? —le pregunta al Niño Andoni. 

—Gú, gú, upa, upa —dice el Niño, y se queda otro año más encerrado. 

—¿El Presidente de Brasil? —le pregunta al Vizconde.

—Sí, soy yo, mucho gusto —dice el Vizconde, que seguirá aquí dentro mucho tiempo. 

A mí me mira muy serio, mucho rato, y me dice: 

—¿Cómo está su madre? 

Yo tengo dos opciones. Contestar la verdad o hacerme el loco. 

—Mi madre está hecha mierda, señor —le digo. 

Y también me quedo un año más.

Hernán Casciari