Hernán Casciari

El puente del troll
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Pausa

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Jack tenía siete años y había salido solo, de expedi­ción, por el caminito del costado de las vías del tren. El puente era viejo, de ladrillos. Él supo que había caminado mucho porque desde arriba solamente se veían campos, nada de la ciudad. Al rato, cuando de­cidió bajar para volver a casa, se le apareció un troll. 

Era enorme y estaba completamente desnudo, sin embargo Jack no tuvo miedo: cuando uno es chico está más preparado para enfrentarse a seres imagi­narios. El troll le dijo: «Escuché tus pasos sobre mi puente y ahora me voy a comer tu vida». Tenía los dientes afilados. Y el aliento a hongos y a la parte de abajo de las cosas. 

Jack gritó: «¡No me comas, por favor! Ahora viene mi hermana a buscarme y ella es más rica que yo. ¡Cométela a ella!». Pero el troll olfateó el aire y al ins­tante supo que Jack mentía: «Los trolls podemos oler todo. Olemos los arcos iris y las estrellas. El olor de los sueños que soñaste antes de haber nacido. Tu her­mana no va a venir. Lo huelo: estás solo», le dijo, y abrió la boca enorme. 

«¡Pará, pará, pará!», gritó Jack. Sacó unas piedras que había encontrado al lado de las vías y le dijo: «Te doy estas piedras preciosas a cambio de mi vida». El troll miró las piedras: «Eso es carbón, el que usa­ban los trenes a vapor que pasaban por acá hace mil años. No tienen ningún valor». Jack suplicó: «Tengo siete años, todavía no viajé en avión, no aprendí a silbar. Dejáme ir, por favor, cuando sea más gran­de vuelvo y me comés tranquilo». El Troll lo miró desconfiado, pero dijo: «Está bien, cuando seas más grande te como». Y se fue. 

Ocho años después Jack tenía quince, y medio que se había olvidado del asunto. Por eso volvió a pasar por el puente sin miedo. 

Esta vez no estaba solo, sino con Lucía. Los dos volvían caminando de una fiesta, y los dos, para hacer más larga la vuelta, se fueron desviando por caminos vacíos. Él todo el tiempo quería meterle una mano por abajo del vestido, y al final vio una oportunidad: había un viejo puente de ladrillos, encima del cami­no, y se pararon abajo. Jack abrazó a Lucía. Ella cerró los ojos esperando el beso… pero de golpe se quedó fría y dejó de moverse. 

«Hola», dijo el troll, que apareció de la nada. «Con­gelé a tu novia para que no vea el desastre. Permiso, me voy a comer tu vida». Jack empezó a temblar. «No me comas a mí, cométela a ella que es mucho más rica que yo». 

El troll olfateó a Lucía, congelada: «Mmm», dijo, «ella es una chica inocente, sin gusto a nada. Vos sos oscuro. No la quiero a ella. Te quiero a vos», le dijo. «Tengo solamente quince años, todavía no me pude acostar con nadie. ¡Nunca fui a Europa! ¿Podría vol­ver cuando sea más grande?», suplicó Jack. El troll miró al chico con desconfianza y dijo: «¿Vas a vol­ver?». Jack dijo: «Voy a volver, te lo juro». 

«¿Adónde vas a volver?», dijo Lucía, que acababa de abrir los ojos sin enterarse de nada. El troll había desaparecido. Jack la agarró de la mano y se la llevó corriendo. Se casaron. Jack y su mujer se fueron a vivir a la capital y más tarde volvieron al pueblo, con un pequeño hijo. 

Jack viajaba todos los días a la capital. Se había convertido en un abogado temible. Sacaba de la cár­cel a gente horrible y a todos les cobraba una buena tajada. A veces el trabajo lo obligaba a quedarse a dor­mir en la ciudad, así que no era difícil para él tener sexo ocasional con distintas mujeres. Nunca pensó que su esposa se iba a enterar, pero un día que llegó tarde encontró la casa vacía y una nota de ella dicién­dole que se iba con el niño, que lo dejaba porque no había nacido para ser cornuda. 

Ese día Jack caminó sin rumbo. Al lado de las vías se agachó para meterse una piedra de carbón en el bolsillo, como cuando era chico. De pronto recono­ció el puente de ladrillo. Se metió y, completamente solo, se puso a llorar hasta que una mano le tocó la cara. «Pensé que no ibas a volver», le dijo el troll. «Pero vine», dijo él. El troll sonrió, le mostró los dien­tes. Sin preámbulos, se comió su vida. 

Cuando terminó, Jack estaba sentado como siem­pre. Se sintió un poco mareado sin vida interior, pero nada más. El troll sacó de sus muelas la piedra que Jack había levantado y le dijo: «Esto no lo quiero, es tuyo», y se alejó silbando. 

Jack olfateó la piedra y pudo oler el tren a vapor del que esta se había caído, hacía mil años. Después la apretó entre sus dedos peludos y se agazapó en el fondo del túnel, con un hambre tremenda, a ver si se acercaba algún nene por el costado de las vías.

Neil Gaiman
Una adaptación de Hernán Casciari