Hernán Casciari

El Zacarías descubre al Zacarías
6m

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Más respeto que soy tu madre

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Todavía me tiemblan las patitas… Una cosa es saber que el Nacho va a ser papá, pero otra es ver una ecografía en el monitor; un perfil, unas manitos. Y sobre todo, saber lo que acabo de saber… ¡Es un varón, corazones! Por fin se le vio el pito a la criatura. 

Se nota que es un pito chiquito, porque está muy escondido: así que es un Bertotti seguro, no hay duda.

Cuando vi el adjunto casi me desmayo. Primero pensé «se parece al Caio», por el tamaño. Pero enseguida le recorrí el perfil con el dedo y es clavado a mi papá. Me agarró una emoción rara, como una alegría del futuro, y sobre todo unas ganas de abrazar a mi hijo, esa impotencia que se me atora en el pescuezo.

«Vas a ser abuela, ¿entendés? Vas a ser abuela.» Mi voz, en un susurro, salía sola. Me hablaba a mí misma, con el corazón desbocado, mientras leía cada palabra del mail. Qué pelotuda: hace cuatro meses que lo sé, pero ver a mi nieto ahí, como en un negativo pero tan nítido, y saber su nombre y su apellido, es como haber entendido las cosas por primera vez: abuela. Voy a escuchar esa palabra hasta que me muera dicha por él, y, al revés de lo que pensé siempre, me voy a sentir mejor que nunca.

El Caio y la Sofi estaban mirando la tele. El Zacarías tomaba mate en la galería, mirando la Eurocopa solo (el Nonno no la mira más desde que quedó afuera Italia). Y yo no sabía cómo empezar, ni qué decirles.

Me imprimí la ecografía —¡qué bestia la cantidad de tinta que gasta una ecografía, habría que inventar algo para que no sean tan marrones!— y me fui a mostrárselas. Uno por uno. Para que vean. Para que sepan quién va a venir a este mundo en dos meses y medio.

—¿Y esto qué es? —me dice el Caio cuando ve la impresión—. Parece la foto de un bombardeo nocturno.

—Tu sobrino —le digo, sonriendo.

La Sofi se acerca, con la nariz arrugada.

—¿Qué sobrino? —dice la nena.

—El hijo del Nacho, boludona, ¿quién va a ser? —le explico—. Este es el perfil, ¿ven? Estas son las manos. ¿Ven las manos, los deditos?

Se quedaron los dos petrificados. La Sofi medio que empezó a moquear, y el nene se hacía el machito pero se notaba que por adentro le corría un frío.

—¿Cuánto mide? —pregunta el Caio.

—Así —le hago con los dedos, para que entienda.

—¿Y yo a esa edad cuánto medía?

—¿Vos? ¡Mucho menos! —le digo—. A vos recién te captó la lente a los ocho meses. Con decirte que nos pensábamos que eras un tumor. Si incluso estuvimos a punto de extirparte.

—Igual medio tumor sos, por lo maligno —mete cizaña la Sofi, pero el Caio no le da bola.

—¡Gracias a Dios que a este la lente lo capta: va a ser normal! —se alegra el tío Caio, que tiene el estigma de su altura grabado a fuego.

Los dejé a los chicos en la máquina, para que pudieran mirar la primera foto del Bertottito con más nitidez, y me fui a la galería. El Zacarías estaba cabrero, porque no le gustan los cero a cero.

—¿Estás ocupado? —le digo.

—¡Ojalá! Pero esto es un bodrio. Son una mierda los europeos jugando al fútbol entre ellos. ¡Cómo se nota que les faltan los brasileros y los argentinos para generar espectáculo, Dios me libre!

—Mirá —le digo, y le pongo la ecografía en la cara.

—Sí, sí, ya sé —me dice—. Es del año de la garcha esa impresora. Ayer me quise imprimir la foto de una señora culiando con un perro y también me salió toda borrosa. Hay que comprar otra, pero ahora no, que estamos justos.

—¡No, esquenún! Mirá bien —y le acerco los anteojos—. Es una ecografía.

El Zaca se pone los lentes de ver de cerca en la puntita de la nariz, como los cajeros del Banco Provincia, y escudriña el impreso.

—Es tu nieto —le digo, con la sonrisa de oreja a oreja, esperando su reacción.

—Mirá vos —me dice—. ¿Te la mandó el Nacho?

—Sí. ¿Le ves el perfil y las manitos?

—Medio borroso, sí —me dice, sin énfasis, y con un ojo en el partido de mierda—. Igual mucho no se entiende.

—¿Vos tenés sangre en las venas, o te rellenaron de alpiste? —me enojo—. ¡Es tu nieto, la primera foto de tu nieto!

—No me escorchés, Mirta. No se ve un carajo. Yo también estoy contento, pero mirar un manchón de tinta no me pone más contento. ¿Vos querés un marido en serio o un puto? ¿Qué querés, que llore? Lloro, no hay problema. Pero después de los penales.

Me quedo un rato callada. Mirándolo. A veces me dan ganas de matarlo. Pero elijo la calma. Elijo soltarle más datos. A ver si se despierta.

—Zacarías —le digo.

—Qué querés.

—Estoy diciendo en voz alta el nombre de tu nieto: «Zacarías» —hago una pausa, se me llenan los ojos de lágrimas—: Zacarías Bertotti.

Entonces, como por arte de magia, los ojos del Zaca enfocan la vida real, y me mira. Con la boca abierta me mira.

—El Nacho ya eligió nombre: Zacarías Bertotti —le subrayo, y le muestro otra vez la ecografía—. ¿Ves? Es este. Acá está el perfil, y estas son las manitos. ¿Ves los dedos?

El labio de abajo le empieza a temblar. Agarra la ecografía con las dos manos, como si fuera algo que si se cae se rompe, y la mira de nuevo. No quiere llorar: «Es de putos», lo dice siempre.

—¿Le puso como yo? —me dice, con la voz quebrada.

—Zacarías Bertotti.

Esta vez los machos que viven adentro de su armazón están todos haciendo puchero. No hay nada en el mundo que lo salve. Zacarías Bertotti mira la foto de Zacarías Bertotti. Y llora. Me mira a mí y llora. Vuelve a mirar el papel y llora. Toca con un dedo tembloroso el perfil de su nieto y ya no hay retorno. Ya es una catarata silenciosa el esquenún: es un hombre sensible. Y esta vez, feliz de su propio llanto, no esconde las lágrimas. Me las muestra, como tiene que ser.

Mientras pasa todo esto, la pantalla de la tele, sin ningún espectador en nuestra casa, muestra cómo los de Grecia dejan afuera a los de Francia. Pero el Zacarías Bertotti (el mayor de los dos que habitan este mundo) no lo va a saber nunca, porque está llorando.

Hernán Casciari