Hernán Casciari

Entre la espada tecno y la pared del amor
3m

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Google ha lanzado esta semana Latitude, un servicio gratuito que permite ubicar —mediante el celular— a los contactos de la agenda que den su consentimiento. La noticia, que fue recibida con algarabía por los usuarios tecnológicos, no profundiza en la flamante problemática del matrimonio moderno. 

Lo que Google ha inventado es otro artilugio que ayuda a desestabilizar parejas que no saben que están en crisis. Ya habían aparecido otros servicios similares, iguales de crueles y en apariencia inofensivos. Las parejas (sobre todo los matrimonios jóvenes) están resultando indefensos conejitos de indias de las revoluciones de este siglo.

El amor, en los tiempos analógicos, necesitaba únicamente de metáforas y tropos. ¿Me amas, Alberto? Mucho. ¿Cuánto? Hasta el fin del mundo. ¿Entonces me regalarías la luna? Y también las estrellas, amada mía. ¡Ah, los buenos tiempos! Las parejas de los siglos anteriores a este, en su afán de explicar el tamaño de su devoción, habían inventado la cursilería. Solo eso, una dulce repetición empalagosa de falsedades. Pero ahora esas décadas ingenuas ya se han ido, y con ellas las demostraciones intangibles del amor. En estas épocas digitales la lealtad de los enamorados tiene otras dimensiones, y su extensión ya no es hija de la poesía. ¿Me querés, Ricardo? Por supuesto. ¿Cuánto? Infinito. ¿Entonces me darías la contraseña de tu correo electrónico? (Silencio). ¿Amado mío? ¿Qué? ¿Me darías la contraseña de tu Gmail? Si querés te doy la luna y las estrellas. No, quiero la contraseña de tu correo.

La tecnología no solamente le ofrece nuevos horizontes al adulterio: también le brinda modernos prismáticos a los celos. «No hay contraseña que aguante el embate de un cracker celoso», canta con razón Jorge Drexler en una hermosa historia de infidelidades modernas, una canción que sin embargo ya resulta antigua, porque está escrita antes de que llegase Google y se sacara de la manga este nuevo dispositivo que sirve para que todos sepamos dónde está, ahora mismo, aquel que necesita escaparse un rato de nosotros. Por supuesto, «si da su consentimiento». Y ahí reside el valor de la confianza, y también el de la extralimitación. Porque podemos estar —o no— en condiciones de darle nuestra latitud exacta a la persona que amamos, nuestra longitud en el mapa a la hora en que supuestamente estamos asistiendo a un congreso médico en Mar del Plata. Podemos o no. Pero ese «consentimiento» es el que se nos vuelve en contra. ¿Me quieres, Ricardo, lo suficiente como para regalarme la luna y las estrellas, y para darme la opción de saber dónde estás en todo momento, me quieres tanto como para abrir tu corazón, tu alma y tu carpeta de «enviados» del correo? Estamos entre la espada tecnológica y la pared del amor. ¿Podemos realmente decir que no, que no queremos que nuestra pareja sepa dónde estamos? ¿De verdad podemos, sin entrar en una crisis de confianza y de valores? Si la respuesta es no, si no podemos, Google deberá hacerse cargo de muchísimos divorcios causados por crímenes que nunca se cometieron.

 

Hernán Casciari