Hernán Casciari

Justificar los márgenes
9m

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El pibe que arruinaba las fotos

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No hace mucho tiempo cayó en mis manos el original de mi primer cuento. Esos papeles mecanografiados solían estar, doblados en cuatro partes, en unos cuadernos Rivadavia tapa dura donde mi mamá guardaba moldes viejos del Para Ti, fotos de mi hermana cuando era chica y tickets de supermercados que ya no existen. Eran tiempos de inseguridad literaria, y yo quemaba mis papeles cada dos o tres meses. Si todavía queda alguno vivo, es porque Chichita me los robaba del cajón y los resguardaba de mis fantasmas pirómanos.

Cuando aquel relato llegó a mis manos otra vez (esto fue hace poco más de un año, y tal como vino lo reproduje en Orsai sin decir que era prehistórico) habían pasado casi veinte años desde su primera redacción. Me quedé mirándolo como quien ve a un hermano mellizo después de que cada uno ha vivido en distintos orfanatos. Ese cuento era yo, pero no era yo.

Eran tres carillas apretadas, escritas con la primera Lexicon, en hojas oficio muy largas a espacio simple. Lo miré un rato largo, tratando de recordar la cocina donde fue escrito, el patio del colegio donde ojos ajenos lo leyeron por primera vez, el jardín de la casa quinta donde lo corregí a lápiz. Y entonces hubo algo en esas páginas que me dejó boquiabierto. No, no era el argumento… Era más bien algo en la construcción artesanal del texto lo que me hizo pensar en mis primeras obsesiones.

Recordé, maravillado, un ejercicio increíble que por alguna razón ya estaba fuera de mi memoria: en mi juventud yo no podía permitirme que el margen derecho de la hoja quedara serruchado. Al principio me pareció la obsesión de un imbécil joven (yo era casi tan estúpido como hoy, hace veinte años; pero no me sentía tan orgulloso como ahora), pero mientras hojeaba el cuento descubrí que no, que aquella enfermedad no era tan inútil.

Mis reglas de entonces, al escribir a máquina, eran pocas pero inquebrantables: con espacios incluidos, cada línea debía tener cincuenta y ocho caracteres, tres la sangría de comienzo de párrafo, y treinta y cinco líneas cada carilla. Sin que el argumento variase demasiado, yo debía encontrar palabras que cayeran con exactitud en la prisión de los cincuenta y ocho espacios. Para eso, a la mitad de un renglón ya debía saber cómo seguir, y encontrar sinónimos si el asunto se ponía imposible.

No se podía utilizar la trampa del doble espacio, ni el truco de los tres puntos suspensivos donde la trama no los pedía. En cambio sí estaba permitido cortar la última palabra con el guión normal, y también con el guión bajo subrayando la última letra (eso se conseguía pulsando la tecla «6» en mayúscula). Tampoco estaba permitido tachar. Si había un error de tipeo, había que empezar de vuelta.

Para poner un ejemplo, yo le tenía fobia a esto:

Y, con mucha práctica, había logrado escribir de esta otra manera, sin perjudicar demasiado al texto:

Creo que la primera de mis obsesiones literarias fue aquella, la de justificar el texto a la derecha desde el primer borrador. Ese berretín debió servirme, sin saberlo, para pensar mejor cada palabra antes de ponerla en el papel, y para abrir a cada rato el diccionario de sinónimos.

Con el tiempo logré tanta eficacia en este ritual que lo había automatizado por completo. Es decir: llegó un momento en que ya no tuve que pensar en eso: la cabeza trabajaba sola en el problema de las sílabas y los espacios, sin quitarme energía para la imaginación o el deseo de narrar. Llegó un momento, casi a principio de los años noventa, en el que yo era capaz de escribir, a una velocidad increíble, textos con el margen derecho impoluto, sin darme casi cuenta.

Aquellos fueron tiempos en que las computadoras personales eran un rumor de progreso que no se podía confirmar, y tenían más que ver con ser millonario que con el año dos mil. Y seguramente yo hubiera seguido así toda la vida, esquivando el serrucho de la derecha, si no fuese porque entonces aparecieron las máquinas electrónicas, después las eléctricas (que ya justificaban el texto a piacere) y por fin las primeras computadoras a precios razonables, llamadas con cariño «dos-ocho-seis».

La del serrucho fue la primera de una interminable seguidilla de rituales que todavía me persiguen cuando escribo, y que muchas veces son solamente excusas para disfrazar la escasez de voluntad o la falta de inspiración. De joven tenía más de la segunda; ahora casi únicamente de la primera.

La única obsesión que conservo desde las primeras épocas es el pantalón de escribir. Esta prenda —que no ha tenido más de cuatro o cinco versiones a lo largo de mi vida— es con lo único que puedo sentarme a la máquina, desde 1985 hasta la fecha. Debe ser un joggin azul, o un piyama azul de invierno, recortado a tijera a la altura de la rodilla. Debe tener el elástico roto, algunos agujeros de cenizas caídas y, esencialmente, más de cinco años de antigüedad para que me resulte cómodo y, sobre todo, amistoso.

Con la llegada de la tecnología las cosas no mejoraron mucho en mi cabeza, sólo cambiaron algunas taras. Ahora necesito que el teclado de la máquina no sea demasiado celoso, por ejemplo, y que sea blanco, no esos teclados negros modernos, ni mucho menos ergonómicos o partidos en dos: asco. Que la tipografía del procesador tenga serif, en lo posible garamond o georgia, jamás helvética ni arial ni mucho menos courier. La mesa muy limpia para empezar a trabajar, pero no sólo la mesa del escritorio, sino también la mesa en donde hemos cenado, la que está a mi espalda. No escribir despeinado. Permanecer descalzo o con un almohadón bajo los pies si es invierno. Todos los diccionarios a la derecha. Tener más cigarros de los que necesitaría un náufrago feliz. No escribir ni borracho ni drogado. Que sea noche cerrada, que las chicas duerman en paz.

Debo saber siempre la hora que es en Argentina. Y dejar de escribir cuando sale el sol en España. Sonreír y prender un cigarro para releer lo escrito, cuando supera las tres o cuatro pantallas. Salir a caminar de noche para pensar y ser objetivo. Dar vueltas alrededor de la mesa con las manos en los bolsillos. Sólo oír música instrumental, sólo el mismo disco, en volumen bajo y en repeat. Tener infinidad de lápices y lapiceras de colores en una taza, con todas las puntas hacia arriba. Y más que nada, tener siempre un poco de frío, como si estuviese a la intemperie y hubiese un río no muy lejos.

Me resulta necesario, desde que vivo en un país que no es mío, sentir en algún momento de la noche una especie de excitación infantil que solamente me producía el ir a pescar solo cuando tenía diez años. Es difícil que hoy pueda recordar algo mejor que un río bonaerense, que un puñado de lombrices vivas en una lata de duraznos y un paquete de cigarros en el bolsillo secreto de la campera. Sin aún escribir, empecé a sentir la necesidad de los rituales en esa época.

Las ciudades más hermosas tenían río: Areco, San Pedro, Flandria, Gualeguaychú, Concepción, Baradero. Los domingos todos dormían hasta tarde. Yo salía de la canadiense ya vestido, con el primer rayo del sol. La noche anterior ya había preparado todo para no perder el tiempo: las dos cañas (anzuelo de mojarra y anzuelo de bagre), la línea para los pescados grandes, el termo con agua caliente, las lombrices en tierra mojada, un poco de corazón (no del verbo ímpetu, sino del verbo pollo muerto) y las botas amarillas para meter las patas en el agua. También el librito de Agatha Christie, o de Conan Doyle, o de Twain. Y el paquete miedoso de Galaxy suaves.

Siempre hacía un poco de fresco y quedaba algo de rocío nocturno, que mojaba el pasto de camino al río. Mientras más me alejaba de los autos, y de las otras carpas, y de las casas rodantes, menos se oían los ronquidos de todo el mundo. Entonces subía el canto de los pájaros y los árboles se hacían más grandes.

Antes de aparecer, el río podía intuirse por el olor.

Medio minuto después yo estaba con los pies en el agua. Más abajo, los peces de las seis de la mañana eran todos para mí. Sin chicos alrededor, ni bañistas, ni matrimonios felices. Yo estaba conmigo y sin nadie. Entonces me sentaba, encarnaba y miraba la boya como un autista, durante muchos minutos. Y en ese momento, siempre, porque no falló nunca, ocurría aquello que había ido a buscar: un lento bienestar en forma de corriente fría empezaba a subirme por los pies y me recorría los huesos hasta llegar a la cabeza. Era una magia irrepetible.

Cuando dejé de ir a pescar y de ser un chico, esa sensación desapareció para siempre. Pero no los rituales que convocaban al frío ni aquella obsesión que me contagiaba el placer de la soledad. Ahora, que ya no importa si las palabras están serruchadas a la derecha, ahora que han pasado tantos años y que estoy tan lejos de esas personas que duermen en la canadiense, solamente escribo para sentir ese hormigueo de la infancia, y para justificar los márgenes de los textos y de los ríos por los que anduve.

Hernán Casciari