Hernán Casciari

La libertad
3m

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Seis meses haciéndome el loco

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Le dije a mi madre que me soltaban a las nueve de la mañana del martes, para poder salir tranquilo a las ocho y que nadie me estuviese esperando. Me abrió la puerta el doctorcito, que estaba emocionado. Me palmeó y me dijo: «Hala, vete ya». Me estaba esperando un taxi, y yo apretaba un billete de veinte en la mano. En la otra tenía la maleta, con un poco de ropa y mi garrote. 

Le di al taxista la dirección de mi casa y abrí la ventanilla. ¡Ah, el aire! Saqué un poco la cabeza y cerré los ojos, como si fuese un perro feliz. 

A la media hora entré a mi casa con mi propia llave. Mi madre no estaba, claro: había ido a buscarme al hospital. Revisé la casa a las apuradas y solamente conseguí doscientos cuarenta euros. Me dije que era suficiente. Bajé al garaje. Allí estaba mi motoreta, igual que la había dejado hace trece años. Me subí y me fui. (Miento: antes me comí una pera).

Paseé un poco por mi barrio, viéndolo todo por primera vez, y seguí viaje hacia cualquier sitio. Le puse un poco de gasolina a la motoreta, almorcé en un Pans & Company, me fumé un cigarro y le grité cosas a dos chicas. Una de ellas sonrió, la otra me puso cara de asco. 

Vi cosas que hacía mucho tiempo no veía (paradas de autobús muy modernas, algunos edificios nuevos), pero el mundo me pareció el mismo, quizás un poco más sucio y más triste. 

Pasé sin querer por mi colegio. Me puse detrás de un árbol y comencé a tirarle piedras a las ventanas. Tengo una puntería pésima. No logré romper nada y seguí camino. A las seis de la tarde llegué al cementerio donde está enterrado mi padre. 

No le dije mucho. Solamente quería que me viera. Que supiera que ya soy libre. Le dije casi únicamente eso:

—Yo ya soy libre, y tú sigues muerto. 

Repetí esa frase muchas veces, a veces despacio y a veces dando gritos, hasta que dejé de llorar. Entonces me subí a la motoreta, me limpié los mocos y regresé a casa. 

Mi madre estaba muy preocupada. Cuando llegué me comenzó a regañar. Me dijo insensible, me dijo muchas cosas. Yo la miraba, pero no la veía. No sé si fue entonces, o más tarde, cuando pensé en matarla. Supongo que fue después, mientras cenábamos y ella hacía ruido con la sopa.

Lo sopesé con serenidad, sin perturbación: «Me gustaría matarte», pensé. Pero todo quedó allí. De momento no he hecho nada.

Ahora son las seis de la mañana del miércoles. Estoy en casa y ella duerme. Podría dejar de escribir, subir las escaleras con cuidado y ahogarla con una almohada. 

Podría hacer tantas cosas ahora que soy libre. 

Voy a enviar este texto, que es el último, voy a despedirme de vosotros para siempre, y cuando salga el sol veré qué hago con ella. 

Nunca me ha gustado mucho esa mujer.

Hernán Casciari