Hernán Casciari

La miopía de Rodríguez
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Pausa

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Rodríguez está en la sala de espera. Es una habi­tación despojada pero agradable. Hay dos sillones largos, uno enfrente del otro, una mesa ratona en el medio y un cuadro colgado en la pared. Rodríguez mira el cuadro para distraerse durante la espera. 

El cuadro muestra a dos hombres caminando fren­te al mar en una playa desierta, con un cielo celeste de fondo. Uno de los hombres, el más musculoso, tiene un tatuaje en el brazo. Es el perfil de un galeón portugués, o quizás español, que navega con viento a favor, algo que se advierte con claridad porque las velas están desplegadas y tensas. 

Cerca de una de las velas, un vigía diminuto pa­rece agitar los brazos al viento, como si intentara advertirle a la tripulación que acaba de divisar tierra firme. En la cubierta hay un hombre con las manos detrás de la espalda (posiblemente el capitán del bar­co), que parece estar metido en sus pensamientos. No solo permanece ajeno a las indicaciones del marinero; tampoco advierte que a unos centímetros de su bota derecha hay un mapa que, considerando el viento fuerte que sopla contra las velas, corre peligro de salir volando en cualquier momento. 

El mapa es de África, y se destacan varias rutas de navegación resaltadas con líneas rojas. Una de estas rutas está remarcada en un rojo más intenso y ter­mina en la costa del continente africano. Al final de la línea hay un pequeño dibujo a mano alzada que representa una aldea con varias chozas de paja. 

Al lado de la choza más grande, una mujer muele cereales en una vasija de barro cocido en la que se distingue una pintura rupestre decorando la super­ficie. Es una escena de caza, en la que un grupo de indígenas con lanzas enormes persigue a un antílope en la inmensidad de la sabana. La pintura es un poco extraña porque los indígenas también llevan escu­dos en las manos, cuando no está muy claro de qué deberían defenderse, dado que es el pobre animal, y no ellos, el que huye despavorido y con todas las de perder. 

Por su parte, todos los escudos también están ador­nados con ilustraciones. La mayoría de los dibujos aparecen mutilados, lo más probable, por lanzas ene­migas, salvo uno de los dibujos, que conserva intacta su capa de tinturas vegetales. Al parecer muestra un sable metálico, que sin duda simboliza la cultura de los invasores. 

El puño del arma, en efecto, tiene tallada una cruz dorada en la que agoniza un Cristo pálido, y junto al redentor, lustroso y sacando pecho, hay un soldado del imperio romano con un pergamino en la mano derecha, lleno de anotaciones incomprensibles. No son códigos cifrados ni claves esotéricas, como las de El código Da Vinci, sino que más bien parecen repre­sentar la pereza del pintor. 

Lo único descifrable en todo el pergamino es un dibujo que encabeza el documento a modo de mem­brete. Es un ave colosal con las alas abiertas en án­gulos llanos, que se parece muchísimo a un avión comercial. De hecho, el ojo del pájaro encaja perfec­tamente con la posición de una cabina de avión, y la pequeña pupila del animal es la imagen patente de la cabeza del piloto. Sin ir más lejos, al otro lado de la ventana del avión pueden verse las siluetas de un par de rascacielos de una metrópolis americana. 

Uno de ellos, el rascacielos más alto, tiene un cartel luminoso encima de la terraza con la publicidad de una marca de colchones en colores azul, rojo y blan­co. Bajo el cartel, apenas se distingue una ventana del último piso del edificio, que muestra un pasillo largo con varias puertas de contornos difusos. 

Una de esas puertas está abierta. En la habitación hay dos sillones largos (uno enfrente del otro) y una mesa ratona en el medio. En uno de los sillones hay un hombre vestido de gris, canoso, que parece estar pendiente de algo que hay en una de las paredes, pero eso ya no se llega a ver bien. 

Rodríguez achina los ojos para ver mejor. En ese momento se abre la puerta del consultorio y el doctor pronuncia su nombre. «Rodríguez, puede pasar». 

Sin demorarse un segundo más en el cuadro, Ro­dríguez desvía la vista, se levanta de un salto y entra al consultorio del oculista para controlar su miopía, que, según pudo notar, está cada vez peor.

Leo Maslíah
Una adaptación de Hernán Casciari