Hernán Casciari

La motoreta
4m

Compartir en

Seis meses haciéndome el loco

Compartir en:

Cuando cumplí diecisiete mi madre me compró una motoreta y esa noche no pude dormir. Con los ojos abiertos en la oscuridad pensé en todo lo que haría con ella. Soñé despierto con los sitios a los que iría, con las praderas francesas, con los pueblos de Portugal, con las autoestopistas que subiría a mi motoreta en las carreteras desiertas, con el amor de esas mujeres, con la libertad del viajero solitario. Fue una noche llena de futuro, de aventura y de ansiedad. Al día siguiente di una vuelta por el barrio y la incrusté contra un poste de la luz.

No quedó sano ni el espejo retrovisor, y yo me quebré dos costillas.

Pasé seis días paralizado de cuello para abajo y la motoreta estuvo en el taller de mi primo Ferrán tres meses enteros. Casi hubo que reconstruirla, pero no perdí jamás las esperanzas. Desde que me recuperé del golpe, por las mañanas iba al taller para ver con mis ojos la mejoría lenta de mi motoreta, y por las noches me acostaba en la cama y soñaba despierto otra vez.

Ahora soñaba con un viaje por toda Europa, desde Barcelona hasta Moscú. Un viaje larguísimo y lleno de inconvenientes divertidos, algunos muy peligrosos y otros incluso mortales. Pero yo los superaba a todos gracias a la velocidad de mi motoreta, y también gracias a mi buena suerte.

Fueron meses angustiosos que no pasaban nunca. Me dolía en el alma ir a pie a todas partes, porque necesitaba subirme a mi motoreta de color celeste. Celeste cielo. Lo que más quería a mis diecisiete años era salir de mi casa para siempre, subirme en mis dos ruedas y olvidarme que tenía una familia, un padre que me golpeaba, una madre que no hacía nada al respecto, y un gato sordo.

Mi vida era un asco de vida, pero al final del camino había una luz de esperanza. La luz estaba en el taller de mi primo Ferrán, recomponiéndose de a poco, aceitándose, poniéndose guapa para mí.

La noche del doce de julio la motoreta estuvo lista. Ferrán me la trajo a casa y yo lo abracé llorando. Le di las gracias, acaricié a mi vehículo, que parecía nuevo flamante, y me acosté a dormir.

Esa noche soñé otra vez despierto con los sitios a los que iría, con los fiordos de Noruega, con los pueblos de Austria, con las mujeres solitarias de ojos verdes que subiría a mi motoreta en las carreteras desiertas, con el amor de esas mujeres, con la serenidad del viajero enamorado. Fue una noche llena de impaciencia, de lujuria y de misterio.

Al día siguiente me llamaron para hacer la mili.

La primera semana como soldado español dormí pensando en mi motoreta y en mi siguiente permiso. Esta vez no podría ir muy lejos (porque cuando eres soldado no puedes salir del país en motoreta), pero al menos me subiría a ella, a mi máquina celeste cielo, y recorrería Girona, o Tarragona. Algo haría con mi fin de semana de libertad condicional. Fui un soldado feliz, porque sabía que en poco tiempo podría estar con mi motoreta.

Cuando tuve mi primer permiso llegué a casa y, sin querer, maté a mi padre. No daré detalles sobre esto porque ya lo hice en otro post y también porque me entristece recordarlo. A la mañana siguiente me llevaron al primer hospital psiquiátrico, después a otro, después a otro, y después a este en el que estoy ahora.

Desde el primer día como interno duermo pensando en mi motoreta, y cago de cara a la pared, con un ventilador encendido, para sentir la sensación de libertad del viajero. No es lo mismo, pero a veces cierro los ojos mientras voy de vientre y siento que estoy viajando a sesenta kilómetros por hora por las carreteras desiertas de Italia, o de Francia. El olor molesta un poco, pero la imaginación puede más que los ambientadores de pino y de lavanda.

Hace trece años que defeco mirando la pared. No sé si tiene sentido continuar haciéndolo, a quién le importa. La señora que dice ser mi madre asegura que cuida de mi motoreta, que le pasa cada tanto un trapo húmedo para que brille, que mi primo Ferrán viene cada seis meses y le empasta las bujías. Me promete que no la han vendido ni la han tirado.

Es extraño, pero ya han pasado muchos años y mi motoreta sigue siendo la luz al final del túnel. Allí está. Ella es la única que me espera.

Hernán Casciari