Hernán Casciari

La noche de los feos
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Pausa

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Los dos eran feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Eran espantosos. Ella tenía un pómulo hundido des­de los ocho años, cuando le hicieron la operación. Él, una marca asquerosa junto a la boca que le había provocado una quemadura cuando era un adolescen­te. Tampoco podía decirse que tuvieran ojos tiernos. Tenían ojos de resentimiento. Quizá eso los unió. Aunque «unir» no sea la palabra apropiada. 

Se conocieron a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualquiera. Ahí fue donde por primera vez se examinaron sin sim­patía, pero con solidaridad. Ahí registraron, desde la primera ojeada, sus respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos: esposos, novios, amantes. To­dos —de la mano o del brazo— tenían a alguien. Solamente ellos dos iban sin nadie. 

Entraron al cine. Se sentaron en filas distintas. Du­rante una hora y cuarenta admiraron las bellezas de los actores. Cuando la película terminó él la esperó a la salida. Caminó unos metros junto a ella hasta que por fin le habló. Cuando ella se detuvo y lo miró, él tuvo la impresión de que dudaba. La invitó a un café. De pronto, ella aceptó. 

La confitería tenía una mesa libre. A medida que pasaban entre la gente, iban dejando atrás señas aje­nas, gestos de asombro. Porque eran muy feos. Él es­taba adiestrado a captar esa curiosidad enfermiza, ese sadismo de los que tienen un rostro simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria la intuición adiestra­da: sus oídos alcanzaban para registrar murmullos y falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene interés; pero dos fealdades juntas son un espectáculo enorme para la gente. 

Se sentaron, pidieron dos helados, y ella tuvo cora­je (eso a él le gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo. 

Hablaron mucho. A la hora y media tuvieron que pedir dos cafés para justificar la permanencia pro­longada. De pronto él se dio cuenta de que los dos estaban hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad. Y decidió ir a fondo. 

«Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?», le dijo. Ella respondió que sí. «Usted admira a los her­mosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro equilibrado, como esa chica que está ahí, a la derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, parece una imbécil», dijo él. 

Ella volvió a responder que sí, pero por primera vez no le pudo sostener la mirada. 

«Yo también quisiera eso. Pero hay una posibili­dad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo», dijo él. Ella se interesó. No quería parecer interesada, pero se interesó. Y él dijo: «La posibilidad es meternos en la noche. En la noche oscura, donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, usted lo sabe», y ella se sonrojó. 

Ella no hablaba, él siguió: «Vivo solo, en un de­partamento acá cerca». Ella levantó la cabeza y ahora sí lo miró, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico, hasta que dijo por fin: «Bueno. Vamos», y los dos agarraron sus abrigos y salieron del bar. 

Él no solamente apagó la luz sino que además co­rrió la cortina doble. Ella no quiso que la ayudara a desvestirse. No se veía nada, pero nada. Igual él pudo darse cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiró cautelosamente una mano hasta encontrar su pecho. El tacto le transmitió una versión estimulante, poderosa. Así pudo ver su vientre, su sexo. Sus manos también lo vieron a él. 

En ese instante entendió que tenía que arrancarse (y arrancarla) de aquella mentira que él mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relám­pago. No eran eso. No eran eso. 

Tuvo que recurrir a todas sus reservas de coraje, pero lo hizo. Su mano subió lentamente hasta su ros­tro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta y convincente caricia. En realidad sus dedos (al principio un poco temblorosos, después progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas. 

Entonces, cuando él menos lo esperaba, la mano de ella también llegó a su cara, y pasó y repasó las costuras y el pellejo liso, esa isla sin barba de su marca siniestra. 

Lloraron hasta el alba. Desgraciados, felices. Des­pués él se levantó y descorrió la cortina, y entró la luz.

Mario Benedetti
Una adaptación de Hernán Casciari