Hernán Casciari

La oscuridad
3m

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Seis meses haciéndome el loco

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Cuando ocurre algo que nos llena de vergüenza o de humillación, la frase típica es «trágame tierra». Pero como yo creo muy poco en los milagros geológicos, cuando algo me da vergüenza solamente pido que se corte la luz. La oscuridad como escudo es igual de eficaz que un terremoto, pero mucho más probable (por lo menos en los países mediterráneos). En vez de «trágame tierra» yo suplico «córtate electricidad» o, si estoy en el patio «eclípsate, sol». Casi nunca pasa nada, pero siempre tengo a mano el plan B: «Abajo, párpados». Este último funciona siempre.

Ayer, más o menos a las siete de la tarde, llegó Francisca de visita. Yo me había puesto las zapatillas nuevas, el pijama de colores y me había peinado el pelo para atrás. También le había compuesto una canción. 

Mi madre vino a visitarme a las cinco en punto, como siempre, y lo que hice fue darle conversación (nunca lo hago) con el objetivo de hacer tiempo. Yo no quería que mi madre se fuese para poder estar en la sala de visitas hasta que llegara Francisca. Mi madre estaba muy sorprendida:

—Esta tarde te encuentro mucho mejor, Xavier —me decía—. Te has acicalado, hueles como cuando eras un bebé y además me hablas. Yo creo que estás madurando. 

A las siete menos cuarto yo no sabía qué más decirle a mi madre. Le hablé de filosofía, de cómo conservar los higos y de mis sueños eróticos. Ella parecía encantada, pero también miraba el reloj con ganas de irse. Por suerte, justo cuando nos habíamos quedado sin tema, por la puerta principal entró Francisca. 

Francisca me corta la respiración. 

Hacía un año que no la veía, y todo ese tiempo la ha mejorado mucho. Ahora tiene el cabello más largo y suelto, y usa un vestido muy gracioso y colorido. Su hermano la esperaba alegremente (su hermano no está enamorado de ella y por eso puede respirar) y se sentaron, ambos, muy cerca de mi madre y de mí. 

Anteriormente yo le había dado al Gelatinas doce euros para que me presentase a su hermana. El ambicioso quería veinte euros, pero le dije que tanto no. Y se conformó con doce. Yo creo que doce está muy bien. 

Entonces el Gelatinas se levantó de la mesa y vino con su hermana hacia donde estábamos nosotros. Yo levanté la vista sonriendo. Francisca estaba a punto de mirarme. Fue un segundo larguísimo en donde podía olerse el amor, a punto de nacer entre nosotros. Y justo allí, sin que nadie lo pidiera, se cortó la luz.

Cuando se corta la luz en un sitio donde hay enfermos mentales, se produce enseguida un griterío ensordecedor. Se rompe la calma. Todo el mundo se pone nervioso. Yo no sé por qué ocurre esto, pero es así. Los enfermeros nos cogen de los pies y las manos, encienden linternas y nos tratan como animales que quisieran escapar. Eso fue exactamente lo que pasó. 

Recuerdo que gritaba: «¡Francisca, Francisca!», y estiraba la mano para tocarla. Pero no sé si logré hacerlo. 

Fue el corte de luz más inoportuno del que tengo memoria. Mil veces, antes de hoy, supliqué con vergüenza que se fuese la luz. Pero hoy no. Hoy necesitaba toda la iluminación para Francisca.

Ojalá regrese el próximo martes. 

Ella y la luz. Ambas cosas.

Hernán Casciari