Hernán Casciari

La Sofi cumple los quince
5m

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Más respeto que soy tu madre

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Cumplí mis primeros quince años en el medio de la dictadura de Onganía. Mi papá, imprentero y comunista (que es una mezcla muy fea), había tenido que desaparecer del mapa un tiempo, y mi mamá andaba llorando tanto por los rincones que no tuvo tiempo ni de acordarse que ese diecinueve de diciembre era el día en que yo me hacía señorita. 

Tuve un trauma gigante, corazones.

Fui una de las pocas de mi curso que no tuvo su Fiesta de Quince, y aquello —a finales de los sesenta— era como no tener dientes. Por eso desde que nació la Sofi fui pasando a dólar cada pesito que me sobraba de las compras, de las propinas de la boutique, de los pastelitos que repartía por el barrio antes de la pizzería…, porque siempre tuve muy presente que su Fiesta de Quince, la de Mi Hija, tendría que ser como la que yo no tuve nunca. Igual que el sueño que estaba en mi cabeza.

Y anoche llegó el momento de darle la sorpresa de su vida. La nena cumple sus primeros quince el veintiocho de este mes. Faltan dos semanas nomás, así que alquilé el Salón Anús, lo más pituco de Mercedes. Con la otra mitad de los ahorros estuve a punto de comprarle el vestido, pero lo pensé mejor y decidí que lo eligiera ella. Así que anoche la senté en la cocina y se lo dije, con mi mejor sonrisa.

—¿Fiesta de Quince? ¿Para mí? Vos estás en pedo —me suelta la guacha, frunciendo la nariz como si le estuviera hablando de lavar el bidet—. Eso es mersa, vieja. No se usa más la Fiesta de Quince.

Me quedé un segundo con la sonrisa petrificada en la boca, con los dientes apretados, como si los labios fueran una vidriera con juguetes antiguos. Cuando me di cuenta lo que estaba pasando, me puse muy seria y casi se me escapa un sopapo, pero me mantuve como una señora:

—Me importa un carajo —le digo, con odio en la voz—. ¡Yo no tuve Fiesta, ingrata! Tus abuelos no me pudieron pagar mi sueño dorado, y vos en cambio sí la vas a tener. ¡Quieras o no quieras, te voy a dar la mayor felicidad de tu vida!

—¡Pero si es una garcha eso de la Fiesta, es cosa de negros! —se empecina—. ¿De qué felicidad me estás hablando?

En mis tiempos la Fiesta de Quince era, para todas las mocosas de la edad de la Sofía, como tocar el cielo con las manos. Una especie de ensayo general del casamiento: se tiraba la casa por la ventana, te compraban un vestido caro, había muchos invitados en tu honor, primero bailabas el vals y después el twist, etcétera.

Casi siempre dábamos en nuestra fiesta el primer beso con lengua, atrás de un ligustro, a la luz de los faroles. Por eso no entiendo ahora a mi hija, tan en sus trece…

—Escucháme una cosa, pendeja irresponsable —le digo poniéndome nostálgica—: mi mamá siempre quiso estudiar violín y, como no pudo, me mandó a mí seis años a violín. ¡Y yo fui todos los jueves de mi infancia, sin abrir la boca!

—¿Y? —me dice.

—¡Que ahora me toca a mí, degenerada! Yo no tuve Fiesta, y vos vas a tener. Aunque te tenga que atar a la pata de la torta. Mis fracasos los pago con vos, te guste o no te guste. ¿Clarito?

—Las tortas no tienen patas, mamá, estás delirando.

—¡La que elegí para vos tiene tres pisos! —le grito en la cara—. Así que mejor que tenga patas, porque sinó se nos viene abajo.

—Todo esto me está dando muchísimo asco, vieja… Una torta de tres pisos es lo más villero del mundo. Ni pienso pisar esa fiesta. Olvidáte.

La discusión estaba a punto de caramelo, pero el problema es que yo estaba perdiendo los nervios… No me gusta hacerlo, ustedes lo saben, pero tuve que recurrir al arma de las madres, el llanto, como recurso desesperado:

—No me podés hacer esto, vos me vas a matar de un disgusto un día, vas a ver —le digo entonces, arrastrando las palabras en el charco de un puchero bien medido.

Esperé la reacción, pero la pendeja ni se mosqueó:

—En esta época a las chicas que cumplen quince los padres les regalan la moto o el viaje a Orlando —me dice, completamente inmunizada—. Así que andá pensando, vieja: o me regalás algo para que me parta la cabeza, o me regalás algo para que me vaya a la mierda en avión. Pero una Fiesta de negros, ni muerta.

Y se fue pegando un portazo, la guacha… ¡Pegando un portazo! Me dejó sola, sin respiración, sentada en el medio de la cocina, mientras todas las ilusiones se me resbalaban por las baldosas, como las pelotas de un malabarista con parkinson. Y yo que tenía acá mismo, en el segundo cajón y como sorpresa final, las invitaciones ya impresas, los centros de mesa con su nombre —«Sofía Mirta Bertotti»— en relieves rosas sobre fondo blanco. Yo que tenía todos los sueños del mundo puestos en esa Fiesta: el Zacarías bailando con su hijita, el Nonno consiguiendo una novia decente, el Nacho llegando por sorpresa desde el Sur… Incluso tenía preparadas las carilinas, por si la Sofi se me ponía a llorar de la emoción cuando le diera esta noticia. Pero en vez de llorar, se fue pegando un portazo…

Qué miseria de hija que me salió, Virgen santa. Yo lo siento mucho por ella, pero la Fiesta no se suspende, aunque lo tenga que disfrazar al Caio de quinceañera. Como que me llamo Mirta, esa Fiesta se hace.

 

Hernán Casciari