Hernán Casciari

Llorá mi vida, llorá
4m

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Más respeto que soy tu madre

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Los esfuerzos del Nacho por reconciliarse con el Negro y la Aurora Peroti dieron sus frutos ayer a la tarde, después del desastre de la otra noche. Marilú lo llamó por teléfono diciéndole que sus padres querían darle una oportunidad y que lo esperaban en La Recova, los tres. La nena le recomendó ir bien vestido, porque era fundamental que diera una buena impresión. «Bien vestido y puntual», le dijo.

Toda la tarde estuvo muerto de nervios el Nacho. Mi hijo es muy inteligente, pero a la vez muy tímido, máxime con gente fifí como los Peroti. Estaba convencido que iba a hacer algún papelón. Siempre es un poquito distraído: tira un vaso, se equivoca con los cubiertos. Pero yo le di ánimos y le planché el mejor traje.

Se fue a la confitería, por suerte, antes de que se largara el chaparrón de anoche. Lo saludamos todos desde la puerta y le deseamos suerte. Se fue erguido, peinado y con un ramo de rosas para la Aurora (idea mía). Pero está visto que los Bertotti, para las cosas del amor, estamos meados por los perros.

El Nachito volvió hace un rato, irreconocible. Empapado, con el corazón que se le salía del cuerpo, llorando como cuando era chico. No podía hablar. Entró y me abrazó desconsolado. Se hundió en mi regazo.

—¿Qué pasa, corazón? —le pregunto con el alma en un puño—. ¿Estuviste muy nervioso, salió todo mal?

—Al revés, mamá —me dice llorando—. Nunca en mi puta vida estuve tan desinhibido… Alegre, mundano, dueño de mí mismo…

En veinte minutos los padres de María Luz cambiaron completamente el concepto que tenían de mí.

Y volvió a esconderse entre mis brazos para llorar.

—¿Y por qué estás así entonces, nene?

—Pasáme un pañuelo —me dice, y se limpia los mocos y las lágrimas—. Estuvimos como dos horas en La Recova. Yo hacía chistes, hablaba de política, de arte, incluso en un momento el Negro Peroti me dio una palmadita, como hacen los suegros con los pretendientes de las hijas… María Luz me miraba enamoradísima, y cada vez que me miraba yo me sentía más seguro, más solvente. Ni en mis sueños más optimistas, te juro mamita, ese encuentro había salido tan perfecto.

—¿Y?

—Se largó a llover; nos quedamos un rato más en la confitería, conversando y viendo caer las gotas contra los cristales. El Negro me convidó un habano. No acepté. Aurora me felicitó por no fumar. ¡Yo era Gardel, mamá, era Gardel! Salimos de La Recova, bla bla bla, ja ja ja, todos felices. Yo, con María Luz del brazo, y los Peroti de la mano. Éramos dos parejas. ¡El mundo era mío!

—Qué lindo, nene…

—¡Una mierda! Cuando íbamos a cruzar la avenida para parar un taxi, vi que había un charco de agua enorme entre la vereda y la calle. Y ahí fue que yo pensé: «Ahora salto el charco de un tirón y los deslumbro». Ellos ya tenían un buen concepto intelectual de mí, y yo buscaba también la aprobación física. ¡La ambición me crucificó, mamita! Me separé de ellos medio metro, tomé dos pasos de carrerita y salté el charco con todas mis fuerzas.

—Ay, nene… —digo yo persignándome.

—El salto fue perfecto. En el aire sentí que flotaba, mami, y supe que la familia Peroti en pleno me seguía el vuelo como en cámara lenta, con una sonrisa de satisfacción y placer. Yo me movía flexible y ellos brillaban inoxidables. El mundo nos sonreía… Pero el esfuerzo fue demasiado grande, mamá… ¡Ay, ay!

—¿Te caíste?

—¡Ojalá me hubiera caído, ojalá! —me dice el Nacho, con los ojos en compota—. En el aire, con una pierna adelante y la otra atrás, como un bailarín, justo ahí, se me escapó el pedo más grande de mi vida. Fue como una studebaker arrancando en segunda. ¡Brommmmm!

—¡Dios me libre y me guarde!

—Sentí que el tiempo se detenía. Yo en el aire. Mis tripas sonando como una trompeta ronca. Te juro que se volaron las palomas de la iglesia. ¡Yo en el aire! Debo haber estado siglos suspendido, pensando qué carajo hacer. Todo era rápido y lento a la vez. El envión había sido perfecto. Entonces la única salida llegó de la nada. Apoyé el primer pie, y después el segundo, y otra vez el primero, y seguí corriendo, ¡me fui a la mierda mamá!

—¿Te escapaste, Ignacio, vos sos boludo?

—¿Qué iba a decirles? ¿«Perdón, me cagué»? ¡No, jamás! Corrí y corrí, cortando campo. Corrí hasta acá. Pero hubiera seguido corriendo. En este momento tengo ganas de seguir corriendo para siempre y olvidarme de mí mismo.

—Visto así —le digo—, tenés razón…, lo mejor es salir corriendo…

—¿No es cierto, mami? —me dice, acurrucándose entre mis brazos.

—Claro, nene —le digo, haciendo puchero—. Llorá, mi vida, llorá.

Hernán Casciari