Hernán Casciari

Los blogs asesinan a los talleres literarios
8m

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El nuevo paraíso de los tontos

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Un amigo me confiaba vía mail que quería empezar un taller literario. «Estoy seguro que vos no creés en esas supersticiones», sospechaba en su correo, y la verdad es que tiene razón. Me resultó extraño este deseo en mi amigo, porque tiene una una prosa muy original y una bitácora excelente donde lo demuestra. Y yo realmente creo que escribir en un blog le hace mucho mejor al estilo de cada uno que cualquier cursillo en el que un facineroso te quiere transmitir lo inexplicable: el arte de contar historias.

Si hubiera que creer en algo alrededor de la creación literaria y sus secretos, yo solamente creería en dos verdades: desde siempre, en el decálogo del buen cuentista que escribió Horacio Quiroga a principios del siglo pasado; y desde este siglo, en publicar textos online, más o menos todos los días, para que los lean y comenten un grupo de desconocidos de cualquier parte del mundo. No hay nada mejor para mejorar tu prosa que alimentar un blog.

Los talleres literarios se usaban mucho, en el pasado inmediato, con un fin muy alejado al narrativo. La mayoría de la gente concurría para ver si podía coger. Un porcentaje algo menor se apuntaba para que alguien leyera sus cosas. Y una minoría, muy discriminada, realmente tomaba parte para estilizar su técnica. Éstos últimos se decepcionaban pronto, y se daban a la fuga en el preciso momento que descubrían que quien brindaba el taller también lo había abierto para poder coger.

Es casi un hecho que estos talleres, tal y como los conocemos, acaben muriendo pronto, en manos de una Internet que ya cumple con creces sus dos funciones sociales: mostrar textos y coger. Los que quieren aprender a escribir pueden tener su bitácora gratis, y los que prefieren la cópula pueden darse de alta en el chat de AOL.

Lo que no entiendo es cómo estos cursos improvisados funcionaron tan bien durante el siglo veinte, porque, ¿qué más se le puede enseñar a una persona que ya conoce las 27 letras del abecedario, que ya sabe cuál es la forma de concatenarlas para formar palabras en su idioma materno, y que no le está vedada la manera en que cada una de esas palabras, unidas, forman ideas? Eso es todo lo que hay en la literatura, y viene gratis en la escuela primaria. Lo demás es intransferible.

Aunque los folletos de los talleres y los programas impresos de la Facultad de Letras lo oculten, no todo el mundo aprende a escribir historias mediante el método de la enseñanza. Por ejemplo, una persona que no sabe contar una anécdota con algo de gracia en una sobremesa jamás podrá narrar decentemente. Alguien que desconoce las bases inmorales de la seducción no logrará nunca envolverte con su prosa. Ni tampoco sabrá engañarte con un buen cuento aquel que va siempre, en la vida diaria, con la verdad por delante.

El asunto pasa por tener algo interesante de lo que hablar, lograr seducir impunemente y ser un mentiroso cabal: éste es el trípode con el que se debería sostener, solita, cualquier historia digna de ser contada. El que no tiene nada interesante que decir no es escritor, es político; el que no sabe seducir tampoco es escritor, es mimo; y el que no sabe mentir cuando escribe es periodista y —para mal de males— de un periódico independiente.

Es cierto: hay trucos narrativos que te sueltan un poco la mano. Un profesor literario puede instruir al grupo de alumnos sobre las bondades de callar lo importante, de corregir exhaustivamente, de provocar suspenso, de que el principio de la historia es tan importante como el final, de la ventaja de leer a los clásicos, etcétera. Pero eso no convierte al curso en un taller literario. Si lo fuera, también podríamos decir que un señor que te descubre que el acelerador sirve para que el coche circule y el freno para que se detenga, posee un taller mecánico.

Todo el asunto radica en tener, o no, un estilo propio. Y la mayoría de los talleres son nocivos a estos efectos. Si concurre al taller un narrador mediocre sin estilo literario, las más de las veces acabará imitando, y mal, el estilo del alegre profesor que imparte el curso. Y si se apunta al cursillo una persona que ya tiene un estilo definido —como es el caso del amigo con el que hablaba sobre este tema— lo más probable es que el taller intente limar esa personalidad hasta unificarla con la del grupo. (Lo mismo pasa en los Institutos de Enseñanza Radiofónica con los aspirantes a locutores: entran mil voces diferentes y salen todos con la misma entonación efe eme).

Y esto es así porque aquello que llamamos «trucos literarios» no son más que las diferentes formas de escribir del profesor; su visión de la literatura y su modo de plasmarla en el papel. Y está claro que hay tantos métodos como cantamañanas abren un taller de narrativa. El estilo personal de cada quién es algo que está oculto pero latente. Y en general los profesores de talleres entienden bastante poco de literatura, pero muchísimo menos de mayéutica.

El mandamiento tercero de Horacio Quiroga, en su «Decálogo del buen cuentista», habla justamente de la personalidad narrativa. No está mal recordarlo:

—Resiste cuanto puedas a la imitación —nos alerta el uruguayo—, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.

Una buena manera de descubrir nuestra personalidad literaria (llamada en el barrio «el estilo») es la siguiente: buscamos en nuestra memoria un escritor que hayamos leído mucho y, luego de abrir el word, escribimos una pantalla entera imitando descaradamente su prosa. Garabateamos cualquier boludez, lo que nos pasó ayer a la tarde, por ejemplo, pero con la personalidad literaria del autor elegido; luego nos releemos. Todas las frases que no se parezcan en nada al narrador remedado, ésas, habrán sido dictadas por nuestro estilo, el que duerme al acecho en el interior de la mano.

Para el gran cuentista Augusto Monterroso hay, además, otras cuestiones de suma importancia para ser un buen escritor. Nos explica una de ellas en el mandamiento séptimo de su decálogo:

—Aunque el éxito es siempre inevitable —nos dice—, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.

Yo creo, al igual que mi admirado hondureño, que la amistad con otras personas del mismo palo es fundamental para mejorar la técnica. Que un puñado de buenos amigos se entristezcan por nuestros fracasos literarios es, muchas veces, más importante que un éxito humilde loado por cien mil desconocidos. Y el leerle a un grupo de amigos (no azarosos compañeros de taller, sino amigotes) las historias que uno escribe, tiene más rédito que cualquier cursito barato. Si Quiroga o Monterroso hubiesen escrito sus decálogos en esta época, habrían incluido, entre sus consejos, éste:

—Escribe tus historias en un blog e intenta interpretar las sensaciones de los comentaristas; no sus aplausos o críticas, sino la temperatura que provocan tus textos.

En lo personal, utilizo el decálogo de otro gran novelista (el chileno Roberto Bolaño) para escribir mis bitácoras. Claro que él hablaba de cuentos, pero yo lo he reinterpretado para la publicación de mis blogs. Sus mandamiento primero y segundo son muy claros en este sentido:

—Nunca abordes los cuentos de uno en uno; honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte —y en el segundo da detalles—: lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.

Y es verdad: la pasión por escribir y la excelencia al hacerlo se alimentan únicamente escribiendo. Ésta es otra ley de la literatura por la que es aconsejable publicar un blog. El primer mandamiento de Monterroso no deja lugar a dudas:

—Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre —nos aconseja el centroamericano.

Cualquiera de los tres narradores nombrados en este artículo hubiesen visto con buenos ojos las bitácoras como nobles potenciadoras de la literatura, y agregarían de buena gana el consejo de escribir en ellas como undécimo mandamiento de sus decálogos. Yo me limito, para acabar, a incluir dos consejos más, de suma importancia a la hora de escribir: olvidarse de los talleres literarios y leer los libros de Augusto Monterroso, Roberto Bolaño y Horacio Quiroga.

Todo lo demás, es puro cuento.

Hernán Casciari