Hernán Casciari

Los dos rulfos
8m

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Los consejos de mi abuelo facho

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A su regreso de México, mi amigo Comequechu nos contó una historia. Dice que va paseando, con su mujer y su hija, por las calles de Jalisco y entonces descubre, a dos pasos, la imponente Universidad de Guadalajara. En la puerta hay un cartelito con información para turistas, y lee que allí están los bustos de todos los ganadores del premio Juan Rulfo de literatura, que concede esa casa desde 1991. Sin dudarlo, arrastra a su familia por los pasillos. «Vamos a ver el monumento a Cayota», les dice.

Ya no me acuerdo desde cuándo, ni por qué, Comequechu me dice Cayota en lugar de Casciari. En realidad, nunca se dirigió a mí usando nombre y apellido reales. En su cabeza siempre fui Cayota, y también lo soy para su mujer y para su hija, que me llaman de ese modo con toda naturalidad. Por eso a ellas no les sonó extraño el segundo sustantivo de la frase, cayota, sino el primero: monumento. El malentendido, sin embargo, tenía una explicación.

Un par de meses antes de su viaje a Norteamérica, Comequechu conoció la noticia de que yo había ganado un certamen literario llamado Juan Rulfo, pero nunca supo —no tenía por qué saberlo— que en el mundo hay dos premios con el mismo nombre. Uno bastante intrascendente que se otorga en Francia (el que gané aquel año) y otro importantísimo que se concede en México, y que no ganaré nunca. La diferencia entre ambas distinciones es abismal.

El galardón francés premia una obra puntual —un cuento, una novela corta— y ofrece una compensación económica discreta. El premio mexicano rinde homenaje a una trayectoria literaria, el cheque es suculento y, en efecto, cada ganador queda inmortalizado con un pequeño busto de bronce en el centro de exposiciones de la Universidad de Guadalajara, justo el sitio al que se dirigen ahora, con paso firme, Comequechu y sus dos mujeres.

En la sala principal del centro, sobre el mosaico ajedrezado y en medio de un gran silencio, los tres visitantes descubren por fin una breve fila de esculturas de metal, réplicas frías de escritores legendarios, y empiezan a buscar mi busto para sacarse, los tres, una foto conmigo.

Dan vueltas y vueltas alrededor de los bronces de Nicanor Parra, de Juan José Arreola, de Nélida Piñón, de Julio Ribeyro, pero no me encuentran por ninguna parte.

—Papá, papá, ¿dónde está Cayota? —pregunta Libertad, que entonces tiene cuatro años.

Un guardia de la Universidad, morocho y alto, que sigue al trío con la mirada desde el principio, se les acerca.

—¿Les puedo ayudar en algo?

—Disculpe —le dice Comequechu—, estamos buscando el monumento de Cayota, pero no está.

—¿Perdón, señor?

—Que estamos buscando el monumento de Cayota —repite Comequechu, más despacio—. ¿Todavía no lo construyeron?

Cuando Comequechu nos narra este diálogo, dos meses después de su viaje, el Chiri y yo nos desparramamos de la risa. Él todavía no conoce el error, y está convencido de que soy un mentiroso:

—¡Vos no te sacaste ningún premio, Cayota! —me dice— El policía me llevó con el rector, y yo le dije que era amigo tuyo, y que vos te habías ganado el premio de Juan Rulfo de este año, y el rector se pensó que yo era amigo de Monte Hermoso.

—Monterroso —corrige la mujer de Comequechu desde la cocina, y a nosotros nos duele la panza de la risa.

Algunas horas más tarde el Chiri y yo volvíamos en el 57 a la Capital, después de haber pasado el día en la quinta de Comequechu, y no nos podíamos sacar de la cabeza esas imágenes mexicanas, absurdas y hermosas. Yo estoy seguro que fue allí, de camino a Plaza Italia, cuando Chiri utilizó por primera vez las palabras «anécdota mejorada» para referirse a esa clase de obsequio.

—¿Cómo habrá sido en realidad? —me preguntó.

—Yo creo que pasó por la Universidad de Guadalajara —intuí—, pero que ni entró.

—Pero entonces la historia se le tuvo que haber ocurrido ahí, los diálogos, todo.

—¿Y vos pensás que sabe que hay dos premios?

—¡Claro que sabe!

—No puede ser tan gracioso, el hijo de puta.

Quizá lo supiéramos desde antes, pero fue allí cuando le dimos verdadera dimensión a la honestidad que implica regalar una mentira donde es uno —el narrador— quien queda mal parado.

La mentira tiene mala prensa porque en general se utiliza con mezquindad: para sacar provecho, para vengarse de otros, para obtener crédito espurio, para fingir o alardear. Esa es la mala mentira. La buena mentira, en cambio, es generosa: ahí reside la única virtud de la mentira y de las mujeres feas. Ese pequeño detalle es lo que convierte a la mentira en arte, lo que le da categoría de ficción.

La mentira es un alimento nutritivo, pero debe ser emitida para salvar a otros del aburrimiento, no para salvarse uno de su realidad o su frustración. La historia de Pinocho no es verdad, pero Collodi no escribió esa mentira para ostentar, ni para dejar de pagar la cuota del coche, ni para que los demás lo creyeran musculoso. Urdió esa mentira para entretener a la gente, como Comequechu aquella tarde. Fue generoso y tuvo su recompensa: no le creció la nariz.

Volvimos a nuestras casas —esa noche— pensando en cómo Comequechu había escrito aquella historia en su cabeza, palabra por palabra, en cómo había pulido los detalles en el aburrimiento del avión, y de qué forma maravillosa nos había emborrachado un poco para soltar el cuento en la sobremesa. Le admiramos los gestos, los giros (sacarse el premio, monte hermoso, o monumento en lugar de busto), la participación de su mujer desde la cocina, su enfado al creerme un embustero. Todos los detalles y los esfuerzos de una puesta en escena que, bien mirado, sólo tenía por objeto hacernos felices un rato, después de comer.

Ahora estoy seguro. Fue esa noche, en el 57, cuando entendí que debía aprender, con urgencia, a narrar igual que hablaba Comequechu. Que lo que a mí me interesaba contar no era la pura verdad, ni tampoco era el puro cuento. Hasta entonces yo escribía, sin darme cuenta, borradores insípidos, pero la verdad es agua que empieza a hervir, y la ficción es fideo seco, deshidratado. No eran ellas solas, sin palote de madera, una sopa caliente que alimentara a nadie. No a mí, por lo menos.

Aquel cuento mío que ganó el Juan Rulfo francés, por ejemplo, fue la última historia que escribí engañándome a mí mismo, sin ponerle pasión, sin involucrarme como Comequechu en las sobremesas. Y fue también el último texto que envié a un concurso literario. Aquel premio, de hecho, era una de esas típicas miradas francesas sobre el mundo latinoamericano. Si querías ganar tenías que presentar una historia de pobrezas dignas, donde por lo menos alguien volara, donde hubiera palabras sonoras que un jurado pudiese adivinar por el contexto. Realismo mágico, lánguidos llanos calurosos, cuánta mierda.

Escribí aquel cuento sin nada mío, sin alegría. Puse todos los elementos que podían fascinar a un francés encantado de sí mismo: pestes, inundaciones, milagros, y más o menos setenta palabras que no existen en ningún país latinoamericano, pero que suenan bien: catinga, cueco, güiraina. Por supuesto, me dieron el premio. Nunca tuve en mis manos la edición impresa, en francés, de aquella antología de cuentos latinoamericanos en donde aparecía Ropa Sucia, mi última mentira literaria, pero me imagino que les habrá costado poner las notas al pie con los americanismos falsos.

Dos semanas después de que Chiri acuñase la frase anécdota mejorada yo ya había vuelto a San Isidro y sonó el teléfono. Eran los franceses, que habían editado el libro con los cuentos premiados y querían hacerme un reportaje para Radio France Internationale.

La primera pregunta de la periodista, por supuesto, fue si mi cuento era autobiográfico, si realmente mi familia había sobrevivido al tifus comiendo papalla tierna, si realmente mi hermanito el Jesús, muerto en la riada, había resucitado.

Estuve a punto de decirle que no, que era ficción, que yo vivía en San Isidro, al lado del hipódromo, pero me vino a la cabeza el almuerzo en la quinta de Comequechu. Su generosidad oral, la magia de sus medias verdades.

—En efecto —le contesté a la periodista, con un deje norteño— escribí el cuento después del tifus, como un desahogo… La peste había matado a mi padre y a dos hermanitos míos, y los pocos que quedábamos en casa nos fuimos acocochando, como zarugos alrededor de un fuego.

Del otro lado del teléfono la francesita anotaba todo, palabra por palabra, encantada de la vida.

Hernán Casciari