Hernán Casciari

Los naipes
2m

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Seis meses haciéndome el loco

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Entre los muchos juegos de mesa que tenemos aquí para pasar las horas muertas, el que más éxito tiene es la baraja española. Los naipes suelen llevarse muy bien con los locos, desde el principio de los tiempos. 

Hay juegos en los que es menester usar la cabeza (ajedrez, damas chinas, pegarle a la pared con la frente); otros donde hay que usar los pies (fútbol, yoga, trote alrededor de un árbol); y solo unos pocos en el que solo basta usar el corazón. 

La baraja es un juego sin muchas reglas y con mucho corazón. Los naipes son variados, tienen colorines y con ellos puedes hacer casas, puedes arrojarlos contra un compañero dormido, puedes hacerte un solitario, e incluso puedes comerte todos los ochos. Yo hacía eso el año pasado, ahora estoy a dieta. 

A mí la baraja me trae recuerdos de cuando me llevaba bien con mi madre. Era la época en que tuve neumoconiosis y no podía ir al colegio. Yo estaba todo el santo día en la cama, y mi madre me enseñó a jugar al mus, al remigio, a la escoba y al cuidado que llega tu padre. 

Este último era un juego peligroso, porque había que esconder las cartas cuando oíamos la llave de la puerta. 

Mi madre escondía las suyas debajo de la cama, y yo escondía las mías en los pliegues de las sábanas. Mi padre entraba de sopetón al cuarto y decía: 

—¡Huelo a baraja! 

Mi madre comenzaba a temblar y hacía que no con la cabeza. 

El juego consistía en que mi padre no viese nunca las barajas escondidas. Si lo lográbamos, estábamos a salvo hasta la tarde siguiente. Pero había veces en que mi padre llegaba en puntillas, y entonces no teníamos tiempo de esconder los naipes con esmero. 

Si mi padre encontraba copas o espadas, me zurraba a mí. Si encontraba oros o bastos, la que perdía era mi madre, pobrecita. 

Nunca entendí exactamente las reglas del juego, pero siempre yo acababa ganando algunos puntos. Generalmente en la zona del cuero cabelludo.

Hernán Casciari