Hernán Casciari

Los ojos verdes
4m

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Seis meses haciéndome el loco

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Siempre tuve suerte con las mujeres. En mi adolescencia fui dicharachero y sociable. También fui guapo. Es que tengo los ojos verdes, y eso ayuda mucho. Los ojos verdes los heredé de mi padre, es una de las cosas buenas que me llevé. La nariz de mi madre. Y la barbilla, no sé. Los ojos verdes son una de las cosas que me hicieron tener gran éxito con las chicas.

Después de los dieciocho años, cuando entré al primer hospital, ya no he visto mujeres guapas de carne y hueso. Solo he visto enfermeras, he visto internas en los pabellones femeninos, he visto a las que vienen a limpiar, y he visto, demasiadas veces, a la señora que dice ser mi madre. Ninguna de estas mujeres ha sido guapa o joven ni me ha llamado la atención.

Miento.

Una vez tuve una historia de amor, pero fue tan fugaz que la palabra «historia» le queda holgada. Una vez tuve un cortometraje de amor (lo diré así) con la hermana de un interno. Es una historia truncada que tal vez un día se recomponga.

El interno se llama Antonio, pero le decimos el Gelatinas, porque se mueve todo el tiempo, incluso dormido, y también porque huele un poco a sabores frutales. La hermana del Gelatinas se llamaba Francisca y lo visitaba los segundos martes de cada mes, puesto que vive en Elche y eso queda lejos. Francisca tenía los ojos verdes, como yo.

La primera vez que Francisca pisó el psiquiátrico todos los internos, todos los enfermeros y todos los seres vivos del patio nos enamoramos de ella. Pero yo más. Yo nunca me había enamorado de esa forma: se me salía la baba por la boca cuando pensaba en ella, y entonces siempre iba a todas partes con un plato sopero en las manos, para que la baba cayera allí y no en el mosaico, ni en mis zapatillas.

Como ocurre siempre en todas las grandes historias de amor, Francisca era miope. También era coja, pero eso ya no ocurre tanto en las historias de amor. A causa de su miopía, era incapaz de saber que yo tenía los ojos verdes como ella. Los segundos martes de cada mes, cuando ella llegaba, yo me quedaba en la ventana y abría enormes los ojos para que se diera cuenta de que éramos el uno para el otro. Ella se asustaba porque no veía el color de mis ojos. Solamente el tamaño. Entonces yo le gritaba desde lejos: «El tamaño no importa, Francisca, mírame el color», pero ella se asustaba todavía más y salía pitando.

Francisca dejó de venir hace casi un año. Su hermano el Gelatinas está muy triste, pero yo estoy peor. De todas formas creo que volverá, algún segundo martes cualquiera.

Para que Francisca sepa que yo tengo los ojos verdes como ella, lo que hago es guardarme las manzanas ácidas del postre, los segundos lunes de cada mes. Al día siguiente les recorto la cáscara y me la pego en los ojos. Todos los segundos martes ando así, un poco ciego, a tientas por el patio, dando tumbos. Es decir, enamorado.

El doctorcito V. y los otros doctores creen que esta de las manzanas es una locura que tiene que ver con mi enfermedad de la cabeza. «Ahí va el Xavi, otra vez le ha dado por ponerse el postre en los ojos», dicen. 

A veces pienso que el amor, es decir enamorarme de alguien que a la vez se enamore de mí, me curaría todo lo malo que tengo en la cabeza. Cuando uno está enamorado hace otro tipo de locuras, como por ejemplo irse a vivir a Nicaragua, como el Marc, que era un amigo mío que se enamoró por internet de una indígena. 

O ir con flores por la calle y todo bien peinado, que también es un disparate. 

Esas son locuras de amor, unas locuras muy dignas e inofensivas… Nadie te metería en un psiquiátrico para curarte esa enfermedad.

Hernán Casciari