Hernán Casciari

Los perros
3m

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Seis meses haciéndome el loco

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El perro es una máquina de amar. Te compras uno (o lo recoges de la calle, da lo mismo) y a los pocos días el animal te idolatra. Eres el cantante de moda, y él es una fan quinceañera. El amor del perro no tiene cláusulas, ni altibajos, ni condiciones. Es un amor automático y soluble, como el Nesquik. El perro sufre cuando te vas, se alboroza cuando regresas y, si por él fuera, te lamería los pies de la noche a la mañana. No le importa que seas feo, o asesino, o desalmado. El perro no te juzga, te ama sin ninguna razón. Su amor no tiene sentido, no te lo mereces. 

Sin embargo es agradable que alguien te venere y desee estar contigo. Resulta tierno que un ser vivo, con su corazón y su hígado, con sus ojitos y su rabo sonriente, sea capaz de dormirse acurrucado en tus camisas sucias cuando siente nostalgia de tu olor. 

El perro es una máquina falsa, diseñada para complacerte. Es el más doméstico de todos los seres que alguna vez fueron salvajes. La muerte de un perro tuyo te ha sacado más lágrimas que la muerte, digamos, de un vecino al que saludabas a diario. Debería darte vergüenza el desequilibrio de tus sentimientos, pero lo comprendes: es tu perro el que se muere. Vecinos hay muchos.

Los perros mienten su amor automático. No escogen amarte. Amarían a cualquiera en tu lugar. Te ha tocado a ti y es tu perro, pero él no te ha elegido entre varios, no ha sopesado tus virtudes, ni te ama a pesar de tus defectos. 

Eres el interruptor que lo acciona, eres el picaporte que lo abre y lo cierra, pero le das igual. No te ama a ti, ama por naturaleza doméstica. Te amaría aunque dejases de alimentarlo, te amaría aunque lo reventases a patadas en el hocico, te amaría aún sangrando, te miraría complaciente mientras lo matas, con sus ojos en modo interrogativo, y te parecería que pregunta: ¿por qué me haces esto, amor mío, por qué me matas si nunca hice más que desear que aparecieras, cada tarde, por esa puerta? 

No, no les creas a los perros. Ni tampoco a tu madre, ni a los que te cuidan; no le creas a nadie que profese por ti un amor automático. No le creas a tu madre, que aparece martes y jueves y te besa y se va; ni al doctorcito que te palmea la espalda y dice que estás mejor porque para eso le pagan; ni a las enfermeras que te dan los buenos días sin desear que los días sean buenos para ti.

Somos perros. Vivimos en una farsa doméstica. A veces quisiera alzar la cabeza a la luna y aullar, y desgarrar con los dientes la piel de un conejo, y volver al principio de la historia, cuando éramos salvajes y todo, todo, absolutamente todo alrededor era bosque y era noche. Y el amor, el odio y los besos eran menos, pero eran de verdad.

Hernán Casciari