Hernán Casciari

¿El domingo en casa?
4m

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Messi es un perro y otros cuentos

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Yo conocí, en Mercedes, a un grupete muy compacto de cinco amigos jóvenes que habían visto las finales del 86 y del 90 en el mismo lugar: la casa de uno de ellos. Compartieron las cábalas típicas de los sillones, del nerviosismo cortado por el porro, de los abrazos de México y los llantos de Italia.

Después crecieron, pero siguieron siendo amigos tres o cuatro mundiales más, y repitieron las cábalas con menos suerte. Echaron panza, se fueron casando uno por uno, aparecieron los hijos y un día, después del Mundial de Alemania o antes, una especie de discusión pelotuda partió el grupo al medio.

Ya no se acuerdan si fue porque unos estaban a favor del campo y los otros no, o porque unos estaban en contra de la ley de medios y a los otros les daba igual. Fue algo raro, puramente político, que no había pasado nunca en esas sobremesas. Pero un día pasó: en una cena saltó la térmica, hubo una puteada agresiva, después un par amagó con empujones, otros separaron y pusieron paños fríos, pero se creó un clima tenso que no pudieron salvar. Y dejaron de reunirse.

El Mundial de Sudáfrica lo vieron tres por un lado, dos por el otro. También es verdad que habían crecido y tenían trabajos más duros, hijos y esposas, pero en el fondo sabían que no era por eso que no se llamaban más por teléfono ni hablaban de fútbol.

Tampoco fue que no se vieron más: se cruzaban cada tanto por la calle, se veían las caras en fiestas comunes y todo bien, ningún pique, pero estaba clarísimo que ya no era igual. Ya no leían los mismos diarios, ya no pensaban parecido.

En este Mundial, los partidos de primera fase los vio cada uno por su lado. El de octavos contra Suiza se juntaron dos y dos, y uno quedó suelto. El de cuartos contra Bélgica, tres en una casa, dos en la otra. En la semifinal contra Holanda, por primera vez en años, se juntaron cuatro a la vez. Uno solo se quedó en casa: el más dolido por las heridas de otros tiempos.

Cuando terminó el partido, hace un rato, justo en el momento en que Javier Mascherano hablaba con un periodista con los ojos llorosos, a los cuatro les sonó al mismo tiempo el timbre del Wasapp. Era un mensaje del quinto amigo solitario. El mensaje decía:

« ¿El domingo en casa? »

Yo creo que esta historia ocurrió hace menos de dos horas, en una esquina de Mercedes que yo conozco muy bien. Creo que ese mensaje de Wassap es real; es más, quién dice que no se haya repetido en otras habitaciones del país. Es una enorme posibilidad.

Y estoy convencido, sobre todo, de que las lágrimas de Mascherano tenían que ver con esa posibilidad. La alegría de Messi después del penal de Maxi, tenía que ver un poco con eso. El abrazo de Sabella con su asistente tenía que ver con eso. La última estirada de Romero tenía que ver con ese mensaje probable en los celulares de mucha gente: El domingo, ¿en casa?

Habrá que agradecerles un montón de cosas a estos futbolistas cuando vuelvan a Buenos Aires, con o sin la Copa. Muchas cosas: la unión y la humildad y la garra y la tenacidad para romper un hechizo de veinticuatro años. Etcétera.

En lo personal, yo les agradezco que el trece de julio, al mediodía, un grupo de cinco viejos ex amigos de mi pueblo se van a juntar en los mismos sillones del 86, después de mucho tiempo distanciados, y van a hacer fuerza por lo mismo.

Como antes, cuando éramos inmortales.

Hernán Casciari