Hernán Casciari

Un Detalle Sin Importancia
15m

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Charlas con mi hemisferio derecho

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En tu último sueño, Iven, imaginás caballos cagando en la calle asfaltada de un pueblo. Afuera hay alguien que golpea a tu puerta, pero vos estás todavía en el sueño y no alcanzás a despertarte.

Sabés que del otro lado de la vía (en el sueño le decís vía a la vigilia como una abreviación normal, como cía es compañía), que del otro lado hay un toc toc de nudillos contra la puerta, pero preferís esconderte de los caballos a despertar y atender.

Mientras corrés estás pensando que si los caballos te alcanzan tendrás dos hijos mogólicos, pero ya hay algo en tu cabeza que piensa toc, que se pregunta qué mierda toc está pasando afuera, tanto escombro.

Otros golpes a la puerta, Iven. Esta vez monótonos y tres: toc toc toc, y los caballos empiezan a esfumarse, como la última llama de las fogatas, de tu sueño.

¡Se escapan los caballos, Iven! Se va el sueño y ya están casi abiertos tus ojos y te duelen. Tu entendimiento de hombre que despierta se entera que has estado durmiendo en el sillón del escritorio, sentado, y que golpean desde hace una hora.

Golpedan dase bun dora, pensás; y hay que arreglar las palabras antes de sentirte completamente despierto, no sea cosa que los caballos y los mogólicos otra vez golpeden.

—Ya va —decís.

—¿Iven?

Nítido. Voz de hombre.

Sacás la llave. Tu mano hace girar la cerradura un par de veces. Tu otra mano abre la puerta lo suficiente para que tu primer ojo pueda ver qué pasa afuera.

Está oscuro por completo. Reseca todavía, tu voz pregunta:

—¿Quién es?

Nadie. O alguno con berretín de cuervo, pensás.

En este segundo hay que apretar fuerte un puño para que tu boca no vomite. Mientras repetís la pregunta —¿quién es?— algo se cae a tus pies con un peso blando, con un ruido blof, como la bosta de los caballos en el asfalto caliente de un pueblo. Algo a tus pies, Iven.

Una arcada del tamaño de las vacas, y tan blanca, se atora en tu diafragma, y baja como un rayo a los testículos, que gritan y se contraen; y te palpita un párpado, Iven, y pasa por tu cabeza el placer hecho asco: un espasmo de calma, un orgasmo al revés. Algo como el orgasmo pero menos caliente, menos araña.

Algo se ha caído a tus pies y te ha provocado esto. Algo que además hizo blof al caer.

Ponés los ojos en el suelo, y en el suelo hay una cosa rosada y azul, repugnante, que no para de moverse.

Pensás que la cosa ha caído del techo y mirás el techo: solamente ves un mar de madera, el machimbre que ondula sin olas, y la cosa no para de moverse.

Estás mareado y algo se mueve tocando tus zapatos; como la bosta en el asfalto de un pueblo ha hecho la cosa al caer: blof, Iven.

Un individuo vestido de negro aparece luego de que por cuarta vez has preguntado:

—¿Quién es?

Se presenta desde las sombras de afuera como un lector que admira tu obra.

—Me he tomado el atrevimiento de molestarlo para hacerle unas pocas preguntas.

Lógicamente, te dice, de no estar vos muy ocupado. Y vos, Iven, que no:

—Adelante, pase —contestás.

Mientras lo acompañás al escritorio le preguntás:

—¿Cuál es su nombre?

El individuo vestido de negro te mira fijo las manos. Es porque tus dedos sudan y están interesados sólo en aquello que no para de moverse.

En realidad no te importa el nombre del individuo vestido de negro, pero sin embargo, por cortesía:

—¿Cuál es su nombre? —preguntás.

—Es un detalle sin importancia —responde el individuo vestido de negro.

Pero algo se ha caído de vos a tus pies.

La cosa no fue del techo, descubrís de golpe: fue de vos; algo cayó con un ruido blof, Iven, con el mismo ruido de la bosta del sueño.

El nombre del individuo vestido de negro es Un Detalle Sin Importancia, pensás, o quizá ese sea el apellido. Porque los nombres son siempre algo así como Roberto o Juan. O Dimitri como algo ya muy descabellado.

—¿Cuál es el origen de ese apellido? —preguntás.

Pero ya no querés hacer preguntas, Iven. Un Detalle Sin Importancia es quien quiere hacértelas, te ha dicho, y no vos.

Sin embargo Un Detalle ahora se está riendo de algún chiste que ha hecho y no escuchaste, y entonces también reís, por no ser descortés en tu propia casa.

Vos y él se ríen unos segundos sospechando festejar una gracia del otro; pero tu preocupación —todo hay que decirlo— sigue moviéndose en el suelo, casi como un ritmo.

Estás sentado frente a Un Detalle, Iven, con la vergüenza de la cara con sueño y la curiosidad de la cosa. Tenés la mirada puesta en eso que acaba de caerse y que está justo al costado de la puerta.

Como si nada estuviera pasando te has puesto a hablar con Un Detalle y le preguntás si es periodista o solamente lector tuyo, si vive en la Capital o si ha traído valija o algo.

Un Detalle menea la cabeza, siempre, de un lado a otro de la sala, y te sonríe.

Te escucha Un Detalle, Iven, con atención de discípulo, y hay en sus ojos un brillo transparente. Es sin dudas un hombre con ojos de mujer hermosa, y esa mujer que hay allí, en esos ojos, te está deseando.

Me desea, pensás, y pensás en Oscar Wilde, que se acostaba con sus idólatras más tiernos.

Pero ahí está la cosa, eso que te da miedo y mirás.

Los ojos se transforman de pronto, los tuyos, y entendés, con la misma cara de idiota que pone un chico cuando comprende la muerte, de qué se trata. Te tocás el pecho y, efectivamente, notás el hueco. Te tocás el hueco del pecho, Iven.

—¿Le pasa algo, maestro? —está preguntando Un Detalle.

Te tocás el pecho hueco y la cosa empieza a latir más fuerte, lejana, rosa y azul, repugnante.

Músculo escapista, pensás, Iven, músculo escapista que se ha resbalado de alguno de mis agujeros… Con razón blof al caerse.

Mientras un hormiguero explota en tu espalda y se extiende a tu vientre, mientras todo menos tus manos tiene un lugar en el mundo:

—¿Le pasa algo, maestro? —está preguntando Un Detalle.

Con razón fue como la bosta de un caballo en el asfalto caliente de un pueblo, el ruido blof al caer, pensás, y tu invitado en la noche, tu convidado de piedra justo al final del sueño, es un detalle sin importancia.

Un Detalle te está preguntando qué ha sido lo más importante de tu vida:

—¿Qué ha sido lo más importante de su vida? —está preguntando Un Detalle.

Le contestás la verdad, Iven.

—La literatura y las mujeres —le decís.

Empezás a suponer que todavía estás dentro del sueño. Sospechás que lo que está pasando ahora es la continuidad de los caballos y de los mogólicos. Tal vez todavía no me desperté a atender la puerta, pensás, Iven.

—Cuénteme desde el principio —te pide Un Detalle.

Le contás que quien te descubrió ambas cosas, la literatura y las mujeres, fue un poeta argentino muy viejo que terminó matándose delante tuyo, en una esquina de Santiago de Chile:

—Yo tenía veinte años —le estás diciendo a Un Detalle—. Las primeras palabras que me dijo fueron «si acá en Chile no hay bares, ¿dónde se mueren de amor estos idiotas?». Aprendí del viejo dos cosas fundamentales —le estás diciendo a Un Detalle—, que tanto a las mujeres como a las historias que uno escribe hay que perderles el respeto.

Le contás a Un Detalle Sin Importancia que, según el poeta viejo, todos los problemas del mundo son el mismo problema:

—«¿Sabés qué es lo más importante?», me decía el viejo —le estás diciendo a Un Detalle—. «Tener los ojos llenos de brillo y esperar a una mujer. Punto», me decía. O tener a mano un par de ilusiones para ir tirando, que vendría a ser lo mismo.

Le contás a Un Detalle —que te mira con ojos de discípulo hambriento— que hasta el arte, posiblemente nuestro único escape solipsista, nuestra gran aventura particular, le pertenece a otros.

—Y el viejo me decía que, más que nada el arte de escribir historias, no es nunca una pertenencia del escritor. «¿Sabés de quién es, al final de la vida, tu poema más hermoso, tu mejor historia, Iven? De la gran hija de puta que supo provocarte un sufrimiento, de esa que se alimentó alejándose cuando vos hubieras dado todo por tenerla un poco cerca». Y también me decía: «Tené cuidado, Iven, no hay batalla propia más peligrosa que una mujer que no te quiere pero sabe que vos sí. Esa mujer puede matarte si lo desea, y es sabido que las mujeres siempre quieren matarnos. Tené bien presente esto que te estoy diciendo, no te imaginás a cuántos horrores les hubiera sacado el cuerpo, yo a tu edad, si alguien me lo hubiese prevenido a tiempo».

Te quedás, Iven, con los ojos en esas épocas velocísimas. Suponés, pero esto no se lo decís a Un Detalle, que si aquel tiempo tuviese un aroma, ese aroma sería el de una cáscara de naranja quemándose sobre una estufa a kerosén.

—El viejo suponía que mi generación era muy parecida a la suya —le estás contando a tu invitado—. «Ustedes se fijan demasiado en la forma, en la manera de escandalizar sin motivo», me decía el viejo. «No hay que vestir de fiesta la literatura, alcanza con la letra en el papel. Si le ponemos dibujitos, si la adornamos, es porque tememos no haber dicho lo suficiente con la letra en el papel. Tampoco hay que reunir a mucha gente para leer literatura: nada de multitudes ni de altavoces. No hay placer más grande que vos y el libro en el silencio de una tarde. La literatura, me decía el viejo, como la mujer perfecta: muda y desnuda».

Un Detalle Sin Importancia sonríe cuando terminás de decir esto. Pensabas dejar de hablar allí mismo, Iven. Pero esa sonrisa, no sabés por qué, te obliga a contarle algo más:

—Las mañanas eran para el viejo la parte del día en que su cuerpo, cansadísimo, pedía a los gritos un sueño de doce horas —le estás diciendo a Un Detalle—. Las tardes, un buen rato para desayunar o cenar, según de dónde se lo mire; y las noches, todas las noches hasta su muerte, momentos largos y por lo general hermosos, decía él, en los que no podía evitarse la charla, el vino y la literatura, si se encontraban amigos; o la charla, el pisco y el amor, si se encontraba mujer. Si la providencia brindaba lo que el viejo supo llamar mujer-amigo, en la noche había amor y enorme borrachera. Y me decía: «Si en la noche hay amigo hombre, se habla de literatura; si hay mujer-amigo, se hace».

Y cuando le contás esas cosas a Un Detalle, Iven, sabés que tenés ahora la edad del viejo, y quizás por eso pongas al hablar, como él, la mirada de un perro al que le están pegando.

Un Detalle ha escuchado todo como un discípulo de ojos hambrientos, con esos ojos de mujer que te desean, Iven.

Te enterás cómo es el asunto.

Nada te resulta extraño esta noche y mucho menos las preguntas de Un Detalle. Hay que reacomodar las palabras, Iven, eso es lo único que importa; y te dejás llevar de la mano que Un Detalle tiene en los ojos. Y entonces ocurre algo grandioso:

—¿Qué ha sido, pues, lo más importante de su vida? —está preguntando Un Detalle.

Paralizado. Así te quedás ahora, Iven. ¿No ha sido esa, acaso, la pregunta que acabás de contestar? Pensás que sí, estás completamente seguro.

Ahora te convencés de que todo lo que está pasando es un sueño. Todo esto, pensás, es la continuación de los caballos y los mogólicos; aún no me desperté a atender la puerta.

Entonces decidís contestar la pregunta otra vez sólo por divertirte, para manejar el sueño a tu antojo. No hay nada más excitante que soñar sabiendo, pensás. Vas a tener cuidado de no hablar demasiado alto, Iven, porque sabés que de esa forma te podrías despertar y ahora solamente querés seguir soñando.

Le contás a Un Detalle otra verdad. Le decís que lo más importante ha sido una mujer llorando, porque había llorado justo cuando hubieras querido besarla, y aquello te había cambiado la vida. Le explicás que lo más importante ha sido una lluvia pegándote en la cara como un látigo, y que haberte perdido de madrugada en un barrio desconocido también fue lo más importante.

Le decís que lo más importante de tu vida ha sido jugar al póker, y rascarte la zanjita que existe entre los dedos de los pies, y emborracharte y cantar, y haber prendido el fuego en invierno, y haber desperdiciado alguna vez la plata, y haber establecido tus propias reglas, y haber devorado una novela de una sola sentada, y haber comido guayabas con una cuchara sopera.

Le decís a Un Detalle, Iven, que lo más importante de tu vida ha sido manejar los sueños a tu antojo. Que darte cuenta al tiempo de estar soñando es lo que más te agradó siempre, y que justamente ahora, le decís, estás soñando.

—Ahora estoy soñando —le decís a Un Detalle Sin Importancia, que te mira y mueve la cabeza de un lado al otro de la sala, y que sonríe.

Un Detalle se levanta de la silla y comienza a caminar hacia atrás. Vos sabés que es un sueño, Iven, porque en la vigilia los invitados nocturnos no caminan hacia atrás en tu propia casa, y mucho menos tienen ojos enormes de mujer hermosa, como Un Detalle. En la vigilia no hay cosas blandas que salen de uno mismo, cosas rosadas y azules, repugnantes, que caen con un ruido blof y no paran de moverse.

Ahora Un Detalle se levanta de la silla y comienza a caminar hacia atrás:

—La verdad es que me desvisto detrás de los ombúes —te está diciendo Un Detalle.

Vos estás tranquilo, Iven, sentado sobre el escritorio. Te reconforta tanto ser el dueño de ese hombre vestido de negro, saber que lo vas a matar de un pestañeo o de un mal movimiento ni bien te decidas a despertar y abrir, que no hay en el mundo cosa más ingenua y más posible que ese instante.

—Me pongo esta piel —te dice Un Detalle—. Dejo mis huesos y me visto así, de hombre y de negro, para conformar a los poetas del siglo dieciocho. Pero los ojos no los puedo transformar. No es un problema grave, pero tú te has dado cuenta. Sabes que soy mujer. Tú no me miras a los ojos cuando hablas.

Te hace gracia, Iven, esa manera castiza que Un Detalle usa ahora para hablarte. Y también el modo irónico con que se mueve. Estoy dentro de un sueño, pensás. Y descubrís que irónico y onírico llevan las mismas letras en tu idioma, y que lo casual, en tu sueño de esta noche, no existe. Pensás también que un sueño es un idioma desconocido hablado con los ojos, mientras quien mira es la lengua. En los sueños la lengua mira, descubrís.

—Esta es la continuación de los mogólicos —le estás diciendo a Un Detalle—; todavía no me desperté. No te abrí la puerta. Y además en los sueños la lengua mira.

La cosa rosa y azul, repugnante, late vertiginosamente y no para de moverse. Vos, Iven, tranquilo. Tranquilo. Pensás que va siendo hora de despertarte y atender la puerta de una vez.

Un Detalle Sin Importancia continúa caminando hacia atrás. Antes de resbalarse con la cosa, antes de caer al suelo y dejar la cosa inmóvil para siempre, alcanza a preguntarte, Iven, sin que puedas vos escucharlo:

—¿Qué fue, entonces, lo más importante de tu vida?

Hernán Casciari