Hernán Casciari

El viejo que caminaba porque sí
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El mejor infarto de mi vida

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Hasta que me anoté en un gimnasio yo caminaba una hora todas las mañanas por el parque Saavedra, veloz y con bronca, porque es horrible caminar rápido sin que se te escape el micro o sin que te persiga un perro. Caminar sin un porqué es vergonzoso, pero desde el infarto tengo que hacer un montón de cosas sin sentido, sin sal o sin gracia.

Para peor, Chichita piensa que vuelvo a tener doce años. Me manda wasaps y me dice que me alimente bien, que no fume, que camine todos los días moviendo los bracitos. Yo le digo que sí, que lo hago, pero ella duda de mi palabra.

La semana pasada le dije:

—Mamá, ¿me querés acompañar al parque, así ves cómo camino?

Chichita me dijo que bueno, sin sospechar que mi invitación tenía segundas intenciones.

El parque Saavedra es inmenso y yo estaba harto de dar vueltas todas las mañanas por los mismos lugares: la remisería de la calle Freire, el hotel de la calle Pinto, el bar de la calle Conde.

Dos por tres me cruzaba a otro gordo que caminaba en sentido contrario, moviendo los bracitos. Nos reconocíamos enseguida.

Un flaco que camina puede estar impulsado por la voluntad, pero un gordo que camina está obligado por un doctor. Siempre. Entonces, cuando veía pasar a un gordo con gotas en la frente yo lo saludaba con una inclinación de cabeza, como a un compañero de angustia.

(Pasa lo mismo con las embarazadas y los enanos: cuando se cruzan por la calle se saludan, aunque no se conozcan. A esa cortesía se la llama saludo corporativo. A nosotros, los gordos cardíacos, nos pasa lo mismo).

El problema de caminar por un parque tan grande es que también hay personas que, inexplicablemente, van a hacer ejercicio porque se les antoja. Eso nos da mucha bronca a los gordos. Hay mujeres que caminan para tener el culo levantado, hay muchachos que corren para tonificarse, hay vegetarianos que trotan para desaparecer, hay toda clase de masoquista.

A mí el que más me llamaba la atención era un viejo, muy arrugado y fibroso, que llegaba al parque a la misma hora que yo.

No voy a exagerar: el viejo tenía entre ciento cincuenta y doscientos años. Llegaba siempre al parque bien perfumado y se ponía a hacer estiramientos al lado mío. Desde el primer día nos miramos sin saludarnos, distantes, antes de empezar a caminar. Nos medimos. Fuimos como un Ford y un Chevrolet que aceleran en falso y saben que, cuando el semáforo se ponga en verde, van a salir disparando con imprudencia ilegal.

El viejo y yo supimos, al vernos, que íbamos a ser enemigos.

Yo no sé por qué él me odiaba a mí. Yo lo odié enseguida porque había llegado sano a una edad imposible y, en vez de disfrutar y comer jamón crudo y fumar porro y dormir hasta las once, venía al parque temprano a molestar a los que queríamos llegar vivos a fin de año.

El viejo tenía la mandíbula salida y daba la impresión de que, de joven, había sido guardaespaldas o playboy. O aviador. Era de esos tipos que se cuidaron mucho en la juventud, que no fumaron, que comieron correcto.

De todos los varones mayores de cuarenta años que hacíamos ejercicio alrededor del parque, este viejo de ciento cincuenta años era el único que a veces sonreía. Era el único flaco y fibroso. El único que caminaba abajo del sol porque quería.

Era muy probable que, durante todo el año 2015, se le haya parado el pito más veces que a mí.

La primera vez que nos cruzamos, el viejo y yo empezamos a caminar para el lado de la remisería de la calle Conde, los dos al mismo tiempo. Al principio nos hicimos los boludos, como si no estuviéramos iniciando una competencia feroz.

Él tenía los huesos largos y la cadera un poco salida; yo soy gordo y tengo los pies planos. Él llevaba un pantaloncito de mil nueve cuarenta y dos; yo también tengo el mismo modelo. Es decir, estábamos en igualdad de condiciones.

La primera vez me ganó por medio minuto: yo llegué exhausto. El segundo día me preparé mejor y me ganó solamente por diez segundos. El tercer día los dos nos dimos cuenta que algunas personas se quedaban a un costado y nos miraban: los gordos y los infartados querían que ganara yo; los vegetarianos y los flacos alentaban al viejo.

A veces yo lo primereaba pero siempre, al final de la vuelta, el viejo tenía más aire y llegaba primero a la meta.

Con el tiempo supe que los días de sol le costaba más ganarme; en cambio los días nublados me sacaba un minuto de ventaja, el hijo de puta. Un viernes de la tercera semana casi lo alcanzo —para algunos fue un empate virtual— y se escucharon aplausos desde el bar de la calle Freire.

Entonces una mañana, por miedo, el viejo empezó a llegar al parque acompañado por una bisnieta que lo ayudaba a precalentar. La chica no solamente me distrajo a mí; distrajo a todos los gordos que caminábamos moviendo los bracitos por el parque.

Era la bisnieta más linda y más semidesnuda que habíamos visto en la vida. Durante toda esa semana el viejo me ganó por más de minuto y medio; yo no podía ni pensar estrategias ni concentrarme.

A la mañana siguiente fue cuando le dije a Chichita que me acompañara al parque. Desde que enviudó, mi mamá se puso muy coqueta y los viejos se deslumbran mucho con ella. Funcionó.

Cuando el viejo me vio llegar con Chichita al lado infló el pecho como una paloma, y por primera vez pareció desconcentrarse. Yo supe que por fin podría ganarle y empecé a caminar para el lado de la remisería. Chichita se quedó sentada en un banco, mirándome.

Caminé mejor que nunca, rítmico, flexible, sin mirar atrás. Era un gordo al viento, y el viejo en ningún momento me pudo alcanzar.

Cuando di la vuelta completa al parque me detuve feliz. Apoyé las palmas en las rodillas y busqué al viejo detrás de mi hombro, pero no lo vi.

—¿Gané? ¿Le gané? —le pregunté jadeando a la bisnieta.

Ella me señaló la otra esquina, y tuve que achicar los ojos para ver: el viejo y mi mamá estaban entrando al hotel de la calle Pinto. Chichita iba moviendo el culo con gracia.

—Ganaste vos, pero ahora mi bisabuelo se va a culiar a tu vieja —me dijo la bisnieta.

A la mañana siguiente me anoté en un gimnasio y no pisé más el parque.

Hernán Casciari