Hernán Casciari

Y que mi padre me perdone
7m

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El pibe que arruinaba las fotos

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Todos los esfuerzos que hice en la vida para que Roberto Casciari no me creyese puto acaban de desvanecerse. También se han hecho trizas mis posibilidades de ser un escritor serio. He perdido la oportunidad de ser un hombre y de ser un intelectual. Y todo ha ocurrido hoy, qué día más negro. Esta mañana vinieron unos fotógrafos y me disfrazaron de Mirta Bertotti para salir en la revista dominical con mayor tiraje en España. Me pintaron los labios, me compraron un vestido floreado, me pusieron una peluca y me obligaron a planchar y a hacer cosas de señora.

¡A la mierda! Treinta años de fingir que me gusta el fútbol, y de mentir que leo a Borges, tirados a la basura por no saber decirle que no a la prensa especializada.

Mi casa, 11:30 am. Siempre tuve una especie de dificultad para negarme a las proposiciones de los fotógrafos de las revistas, sobre todo cuando vienen de a dos y con equipamiento costoso.

Mientras los reporteros me fotografiaban y me pedían poses femeninas y actitudes sexys, mi cabeza estaba a miles de kilómetros de distancia, en Mercedes, en el año 1976. A la corta edad de cinco años, Roberto Casciari me llamó al comedor para tener nuestra primera y única conversación seria “padre e hijo”. No olvidaré jamás sus palabras, que fueron pocas pero muy significativas:

—De ahora en más, Hernán —me dijo—, tu mayor preocupación en la vida serán los deportes; en fútbol serás de Racing y de Flandria, mientras no compitan en la misma categoría; en automovilismo hincharás por Mario Andretti y nunca por Reutemann, porque es un cobarde; en TC serás de Pairetti o de los Hermanos Suárez; no te gustará el boxeo, pero sí Nicolino Loche, porque era un artista; odiarás el golf y la natación sincronizada, porque son deportes de putos.

Desde ese día, mi vida comenzó a ser un calvario.

Para mi padre, absolutamente todas las manifestaciones artísticas o culturales en las que no haya una pelota de por medio, o un ganador claro, fueron siempre divertimentos femeninos. Chichita cuenta siempre que, de novios, él solamente la llevó al cine una vez. Vieron “Un hombre y una mujer”, de Claude Lelouch. Mi madre recuerda esa película como una historia de un amor desencontrado; mi padre define la trama como la vida de un tipo que corría en rally.

Desde pequeño, solamente pude ver televisión con comodidad mientras Roberto no estaba en casa. Siempre me gustaron las telenovelas, pero tenía que verlas a escondidas. Lo mismo con el cine dramático. En un antiguo artículo de Orsai recuerdo el trágico domingo en que Roberto me descubrió llorando en mitad de Muerte de un viajante a la misma hora que en TyC Sport pasaban un Rácing—Boca. Aquella tarde fue desastrosa y germinó el principio de una sospecha paterna que todavía perdura. Roberto Casciari no sabe, exactamente, si soy puto o no. Nunca podría poner las manos en el fuego.

Para él no significa nada que yo me haya casado, ni que haya engendrado una hija, ni que por fin me haya aparecido la barba. Su concepto de homosexualidad es más simple que la complejidad hormonal: según su teoría, el que hace cosas de putos, es puto. Su ecuación es sencilla: si los domingos te levantás temprano para ver una carrera de Turismo Carretera, sos hombre. Si te pasás la tarde leyendo un libro que se llama “La insoportable levedad del ser”, sos otra cosa. Y esa otra cosa a él lo avergüenza y lo humilla.

Actualmente, cuando hablamos por teléfono o chateamos, me pregunta incidencias sobre casi todos los eventos deportivos ocurridos en la semana, para saber si me sigue preocupando el tema o si, por el contrario, ahora que vivo lejos y soy libre he caído en la tentación de pasarme por alto algo en la grilla de Fox Sports.

Yo ya estoy acostumbrado, y sé que sus preguntas no son fáciles. Jamás preguntará el resultado de un partido, porque sabe que lo puedo encontrar rápidamente en Google. Él me pregunta siempre cosas extrañas:

—¿Viste los octavos de final de la Copa de África? —suelta, por ejemplo.

—Claro: Mozambique 2, Madagascar 1 —le digo—. ¡Qué buen arquero el negro!

—Sí, gran arquero… Fue tremendo lo que le pasó a los 18 minutos del segundo tiempo —me dice él, y espera a que yo complete la frase.

Si yo le digo lo que pasó, todo bien. Si no le digo nada o cambio de tema, soy puto. No hay modo de engañarlo nunca. Entonces me paso la vida mirando deportes, día y noche. Cuando duermo, dejo grabando la NBA. A la mañana, mientras leo con desesperación el diario Olé para memorizar los resultados del descenso, con el otro ojo recupero los videos nocturnos. El sábado pasado me tuve que ir de una fiesta divertida porque empezaba el Gran Premio de Australia a las cinco y media de la madrugada.

—¿De verdad te vas? —me decían los anfitriones— ¿Tan fanático eres del automovilismo?

—No, me aburro como un hongo. Pero mi papá va a llamarme más tarde para preguntarme cosas raras.

Hoy tengo 35 años y, con la mano en el corazón, no sé si me gusta el fútbol, ni el tenis, ni los autos. Ni siquiera sé si realmente me gustan las mujeres. Puede que sí, puede que no. Hago todo lo que hay que hacer: veo en directo todos los deportes, voy a la cancha cada vez que puedo, miro culos por la calle, converso sobre cosas de hombres, grito los goles y despotrico contra los jueces de línea, conozco los apellidos de los diez mejores jugadores de casi cualquier cosa, toco bocina cuando pasa una señorita tetona por la vereda, entiendo casi por completo las reglas del fútbol australiano, sé qué cosa es un pasing shot, etcétera, pero en el fondo de mi alma desconozco si todo eso es fruto de un gusto genuino o si se trata de una imposición cultural por parte de padre, arraigada, enquistada en mi personalidad.

Pero ahora todo ha acabado. Y me siento extraño.

¿En qué momento dejé de ser un escritor serio y un hijo macho? Mi mayor anhelo en esta vida, desde que tengo memoria, fue usar una polera negra, fumar en pipa, y aparecer en los suplementos culturales de los diarios de izquierda, diciendo cosas importantes, como por ejemplo frases que contengan la palabra “empíricamente”.

Todos mis esfuerzos, desde la adolescencia, tuvieron que ver con ser alguna vez un intelectual respetado y con que mi padre se sintiera orgulloso de mi masculinidad. ¿En qué punto todo se torció, en qué momento mi vida tomó un rumbo distinto al de mis sueños? ¿Qué ocurrió, y cuándo, para acabar esta mañana con un vestido con flores y los labios pintarrajeados de un carmín escandaloso?

Hoy, mientras unos desconocidos me vestían de mujer y me retocaban las pestañas con un delineador, pensé mucho en Roberto Casciari. Por un lado imaginé que debería sentirse orgulloso de que su hijo aparezca en la prensa española a causa de algo que no tiene que ver exactamente con un delito; por otro lado, sé que cuando me vea disfrazado de mujer en las revistas, todo habrá muerto en nuestra relación.

Ya no llamará a horas intempestivas, ya no querrá saber mi opinión sobre la crisis de Racing. Seremos dos bloques de hielo sin nada que decirse. Un bloque de hielo con pantalón, y otro bloque con vestido floreado.

Hernán Casciari