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Pausa
El autor explica este libro en seis minutos; escuche el audio antes de comprar
Dice el autor
«Che, es un infarto, dije, y Julieta salió corriendo a buscar ayuda. Entonces, justo ahí, en ese momento del domingo, me quedé solo con la mano en el pecho. Y eso lo cambió todo, fue una especie de frontera. De repente me convertí en mi padre en su sillón, después del tenis. En mi abuelo en su noche final de la clínica. En un mendigo que eterniza su apnea abajo de un puente. Fui todos los hombres muertos que no tuvieron gente al lado».
Antes, durante y después
Los treinta y seis relatos que componen este libro fueron escritos antes, durante y después de un infarto agudo de miocardio que el autor sufrió en Montevideo a finales de 2015. Por esta razón los textos son irregulares y no guardan más relación entre ellos que haber sido redactados al borde de la muerte.
A los nueve años Marcelino se metió el dedo en el ombligo y descubrió, bien al fondo, un botón parecido a los que se usan para apagar la luz. Ni su mamá, ni su pediatra, ni él mismo lo habían visto nunca porque no podía verse: este interruptor estaba muy al fondo, solamente podía tocarse con la yema de los dedos. Ese día Marcelino estaba en la escuela y se preguntó qué pasaría si apretaba el interruptor. Fue un momento importantísimo de su vida. La maestra explicaba algo sobre las fracciones, y Marcelino hizo ¡clic! en el botón. Primero sintió un zumbido en la cabeza y después muchas ganas de vomitar. Tuvo que cerrar los ojos.
No me gustan las escenas de amor en público por algo que le pasó a un amigo de la escuela a los doce o trece años. Se llamaba Gastón Cupi y me encantaba que me invitara a tomar la leche a su casa: era siempre una aventura. En mi casa todo era normal; Chichita y Roberto eran bastante adultos, o habían madurado pronto, y yo no les podía hablar de cualquier tema, ni mucho menos hacerles cierta clase de chistes. En cambio los padres de Gastón Cupi todavía no habían madurado tanto, eran viejos de treinta y pico pero parecían más jóvenes.
Solamente puedo escribir cuando se me antoja. No tengo eso que se llama el oficio. Para peor, se me antojan pocos temas: mi hija, los cambios en la sociedad, el fútbol, la hipocresía en las relaciones y la exageración de un tiempo anterior o un sitio querido. En doce años de archivos no encontrarán más que variaciones sobre esos tópicos. También verán, si navegan un poco, un par de baches de silencio en el blog. Estoy en medio de uno.
Salgo muy poco, pero cuando no queda más remedio me pone muy triste ver los autos en la calle, estacionados. No puedo reconocer a ninguno, no sé de qué marca son, ni de qué país. Antes los autos eran todos distintos, como los humanos. Cuando yo era chico los autos tenían personalidad. Había autos fornidos, prepotentes; los había tímidos y perezosos. Ahora son todos igualitos: redondeados arriba, medio aerodinámicos, y de colores tristes. Antes no.
Era un loft hermoso, amplio, casi sin muebles. Lo más caro que le compré fue un sommier de plaza y media, con resortes bicónicos, porque en 1998 lo único que me importaba era dormir. Se lo alquilaba a un alemán viudo que vivía en el primer piso con su hija. Hans era un pelado de ojos tristes que recibía el Deutsche Post. Sandra tenía mi edad, unos veintisiete. Cuando Hans me alquiló la casa y me explicó los detalles, no me avisó que su hija tenía problemas.
Hoy, catorce de julio, se cumplen veinte años de un hecho intrascendente que (por mi culpa) generó malestar diplomático en un país hermano y le trajo problemas a mi mejor amigo Chiri. Tiene que ver con el robo de símbolos patrios en territorio extranjero. Específicamente, un retrato presidencial. Lo conté hace cinco años en la revista Orsai (ese fue mi error), pero es necesario refrescarlo en este aniversario. Ocurrió el 14 de julio de 1995 y ya es hora de que se levante ese castigo injusto.
2003-2024. Hernán Casciari.
Casi veinte años rascándose el higo a dos manos.