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Pausa
Fuimos, mentimos, vencimos
Después de la crisis de 2001, una nueva camada de rioplatenses desembarcó en España. Fueron muchos, estaban muertos de hambre, eran profesionales de clase media y tenían un afán secreto: corromper la cultura ibérica hasta conquistarla. Entre sus objetivos se destacaban: contaminar la gastronomía peninsular, seducir a la mujer española, imponer sobremesas filosóficas, masificar el consumo de dulce de leche, obligar a los hinchas de fútbol a entonar cantitos con argumento, educar al carnicero en el corte paralelo al nervio y, sobre todo, invadir las guarderías españolas de chicos con apellidos terminados con la letra «i».
En las fiestas de casamiento yo soy el que se queda solo, sentado a un costado de la mesa, mientras los demás bailan fingiendo que son un trencito. Yo soy ése porque en la vida hay roles que debemos cumplir. Alguien debe ser el borracho que da vergüenza ajena, y alguien tiene que ser la yegua omnipresente con el vestido rojo, y alguien tiene que ser el novio, y alguien tiene que ser la bisabuela que fuma, y alguien tiene que ser un primo que vino desde Boston especialmente a la boda. Yo soy el aburrido de la mesa del fondo. Y no me quejo.
Cuando uno llega a España no entiende muchas costumbres, pero creo que la más terrible (por encima del terrorismo y el tamaño ridículo de los yogures) es por qué insisten en descuartizar a la vaca muerta sin pedir consejos. ¿Por qué reinciden en el corte transversal paralelo al nervio, si ya saben que así no es? ¿Por qué el carnicero finge no saber qué significa «colita de cuadril» cuando es obvio que sí lo sabe, y pone cara fastidio cuando un cliente, nacido en un país ganadero y democrático, le pide un kilo?
La noche del 27 de diciembre de 2001, una semana después del caos, ya habíamos tenido cuatro nuevos ex-presidentes, y yo buscaba con desesperación, en Barcelona, un bar con TV satelital para ver a Racing salir campeón en un país que se estaba cayendo a pedazos.
La primera cosa horrible que ocurrió en mi matrimonio tuvo lugar la madrugada del 6 de junio del año 2002. Acostumbrado a mis orígenes, di por sentado que Cristina, como cualquier mujer adoradora de su marido, se iba despertar a las cinco de la mañana para ver conmigo el Mundial del Japón. Para cebar mate en silencio y disfrutar de las tribunas multicolores, para preguntar esas cosas que preguntan las mujeres durante los mundiales, esas ridiculeces simpáticas que respondemos con desgano disfrazado de dulzura. Pero no.
2003-2024. Hernán Casciari.
Casi veinte años rascándose el higo a dos manos.