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Pausa
Había una loca en mi infancia, la loca Raquel. No era peligrosa, pero mi vieja, Chichita, no me dejaba mirarla porque la mujer se desvestía por completo en la calle, algunas mañanas. Raquel era inofensiva. Mi mamá me resguardaba por temor a que yo pudiera verla desnuda siendo tan chiquito. Me resguardó bastante mal, porque fue la primera concha peluda que vi en toda mi vida.
Anoche me encontré por Cabildo con un compañero de la primaria que no había visto nunca más desde hacía ochenta millones de años. Fue horrible verlo. Las caras adultas de las personas que dejamos de ver en la infancia no crecen con normalidad. Se agigantan de una manera perversa, se deforman.
La arquitecta Candela Prieto estaba a punto de apagar la compu de su oficina cuando recibió un mensaje en Facebook:
—Hola, me llamo Candela Prieto y tengo diez años. Te escribo desde el pasado. Me alegra saber que en el futuro voy a ser flaca y linda. ¿Me agregás como amiga?
No sé si esto que voy a contar es un sueño o si me lo imaginé. Pero yo estaba en mi casa de la infancia. Estaba todo oscuro. Mi olfato reconoció enseguida el olor inconfundible de mi casa de la infancia. Siempre sabemos cuál es el olor de la casa donde crecimos. No sabemos de qué está hecho ese olor, pero lo podríamos reconocer entre mil olores distintos. Y yo estaba en mi casa de Mercedes.
Cuando tenía diez años, once años como mucho, yo leía a escondidas la revista Humor. No me escondía porque estuviéramos en dictadura y los textos de la revista Humor fueran subversivos. Me escondía porque yo era muy chico todavía y en esas páginas a veces había dibujos de mujeres desnudas, y bastantes malas palabras.
2003-2024. Hernán Casciari.
Casi veinte años rascándose el higo a dos manos.